Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos es un relato caníbal que conmueve al mismo tiempo que perturba profundamente, y se presenta tan impávido frente a su propio descubrimiento del génesis de la maldad humana que su misma frialdad provoca que se te hiele la sangre.

Gibrán Portela (dramaturgo) no está diciendo forzosamente que el hogar en el que nos criamos, la relación de nuestros padres y las mentiras que se nos dicen de niños son la semilla de la psicopatía, no, pero sí que te marcan hasta el último suspiro de vida. ¿Y esa capacidad de matar, de disfrutar con el sufrimiento ajeno? Ésa tal vez la traías desde un principio.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos

En una casa dislocada, una madre trágica cría a sus dos hijos, aparentemente bajo la sombra de una tercera hermana antes fallecida, de la que los hermanos realmente no saben nada. La figura del padre es gris, casi imperceptible, y los hermanos crecen sabiendo que sólo se pueden apoyar el uno en el otro, conscientes de que sus momentos de felicidad como familia son mínimos.

En el futuro, uno de los hermanos está esperando impacientemente el momento de su sentencia de muerte en una prisión donde mantiene como única compañía a un ave herida. Ambas líneas de tiempo se van entrecruzando para ir armando el rompecabezas de lo que bien podría ser una radiografía al nacimiento de un asesino serial.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos

Cristian Magaloni (director) juega aislando el proscenio de su escenario como la cárcel en la que está atrapado su antihéroe, pero le otorga una barrera transparente, en lugar de barrotes, como una manera de hacer visible toda esa historia y bagaje que el asesino pareciera estar cargando encima como una lápida.

Y encima de eso disfruta de crear figuras a través de dicha transparencia con sombras translúcidas y pequeños guiños al fondo que se sienten como rascar entre las memorias de alguien.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos

Pero más allá del tono pardo (parecido al de una pintura de bodegón) de su escenario y su historia, donde Cristian realmente triunfa es en llevar a sus actores a lugares de absoluta perdición. A sonrisas que se sienten heladas, a miradas que han perdido toda esperanza, a llantos irremediables como en una historia de terror donde sabes que los sustos no van a saltar del escenario porque se están germinando muy dentro. Y eso es aún más escalofriante.

Cuando uno de los hermanos en un momento álgido de la historia suelta un «la sangre llama» se llena de tantos significados que siquiera empezar a desmenuzarlos resulta incómodo.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos

Roberto Beck, con su cara pálida y ojeras resaltadas por una iluminación que lo deforma de manera lúgubre, está en un momento cumbre. Transformándose en cada gesto, en cada mirada del hombre dulce que conocemos y cuya carisma se suele aprovechar en otras obras, en un ser descompuesto. Y Pilar Mata, como la madre, es un yunke.

Pero el que se para ahí a disfrutar cada diálogo que sale de su boca y a probar que la calidad humana, fuera y dentro de una jaula, puede llegar a ser muy cuestionable es Julio César Luna. Un policía cínico y cruel, que desde su esquina resguardada se satisface pulverizando lo poco que pudiera quedar de felicidad en su prisionero. Prendiéndose con la agonía.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos es una obra que se disfruta desde la angustia, cuyo texto uno puede devorar en cada escena, y digerir durante días. Y en su decadencia y oscuridad es realmente hermosa.

Hay un lobo que se come al sol todos los inviernos se presenta los jueves en el Teatro la Capilla.