Una tierna fábula sobre seguir el camino de nuestras propias ambiciones aunque ante los ojos de los demás puedan parecer poca cosa. Un Conejo Sin Suerte es un relato de infortunio, de ésos que parecieran no poder alcanzar un final feliz, en un montaje lleno de detallitos simpáticos y personajes entrañables que nos recuerda que al final del día no nos toca más que hacernos felices a nosotros mismos.
No es fácil tener ambiciones personales y pequeñas en un mundo que exige de las personas mirar siempre lo más arriba posible, tratar de conseguir el mayor dinero, el mejor puesto, la admiración multitudinaria, la relación perfecta, la familia completa y el éxito desbordado. Y el que encuentra su felicidad en sueños menos capitalistas y rutinas moderadas se vuelve de manera instantánea un pelele que no quiere crecer. Daniel Ortiz, director y dramaturgo, crea una fábula con Un Conejo Sin Suerte donde su personaje principal sólo quiere vender gelatinas. Y ya. Pero la vida insiste en meterse en su camino, y la gente no podría verlo con mayor lástima.

La buena fortuna no está del lado de «Conejo», un niño apodado así por «chiquito, orejón y pendejo». Abandonado por su madre a temprana edad, se ve obligado a vivir con su abuela, que insiste en tratarlo como si fuera la peste de la casa, el más bruto de los brutos. Y usarlo como vendedor callejero de gelatinas. Cosa que no le molesta en absoluto, y de hecho una vez que aprende a hacerlas, él se acaba ingeniando un nuevo sabor favorito: yoghurt. Que aunque la abuela no quiera admitirlo, tiene un gran sabor.
Conejo aprende a hacer de la lástima que le tiene la gente una gran aliada, y así consigue que se le de una oportunidad de entrar a la escuela, donde el resto de los niños lo ven menos por ser el gelatinero, el tonto demasiado cándido, el que no puede con las matemáticas y el cabeza dura… muy literalmente, de cabeza muy dura. Cuando su abuela es arrestada por un crímen que sí cometió y Conejo se ve obligado a ser adoptado por el DIF en una casa hogar repleta de chavitos vándalos, sus intenciones de hacer gelatinas en paz y llevarla tranquilo se van viendo cada vez más distantes, pero al menos consigue a un amiguito. Tal vez su primero. Y en un intento por complacerlo termina envuelto en un reto por tratar de romper un Récord Guiness para conseguir la fama y fortuna que él en realidad no desea.

Un Conejo Sin Suerte recuerda a esa «Serie De Eventos Desafortunados» de Daniel Handler. Con ese saborcito a fábula mágica, de tono infantilizado aún cuando es una obra perfectamente adulta, repleta de elementos lúdicos que la vuelven una mezcla entre fantasía y un drama que inevitablemente tiene mucho de real. Un Oliver Twist moderno y chilango, del que es imposible no enamorarse como personaje. Noble, tierno y soñador, Conejo es representativo de muchos allá afuera sistémicamente subestimados por su entorno, cuando es el entorno el que tendría mucho que aprender de su temple, paciencia y búsqueda por la felicidad sencilla.

Daniel Ortiz arma la primer mitad de su obra trabajando con sombras y objetos de una manera francamente fascinante, y hace a Conejo interactuar con lo que va apareciendo detrás de una cortina que, a momentos son las personas que lo rodean y a otros tantos sus propios pensamientos. Siempre en esta forma un tanto grotesca del cuento para niños, donde sólo el protagonista tiene cierta forma natural. Que acá ni tanto, porque Conejo adopta y resignifica sin malicia alguna el cruel apodo puesto por su abuela al punto en que su propia imagen tiene una cabeza de piedra y orejas de conejo. Y mientras Omar Sorroza interpreta de manera conmovedora al protagonista, Daniel Ortiz va haciendo las voces de todas las sombras que aparecen detrás suyo, y es perfectamente entretenido.

Pero el formato parece virar de manera un tanto confusa con la llegada de Conejo a la casa hogar, donde las sombras desaparecen y Daniel Ortiz sale de detrás de la cortina para empezar a interpretar él a los otros huérfanos, con cambios de vestuario y manierismos. Y aún cuando su acting es ideal, cómico y divertido, la sensación de haber perdido algo mágico que hasta ese momento funcionaba tan bién y le daba una personalidad única a la puesta, toma fuerte presencia. Y es que pareciera que la obra está partida a la mitad con un cuchillo. No es un montaje parejo que involucre el juego de todos sus elementos desde el principio y hasta al final, pero de una manera un tanto inexplicable, adopta un tono durante una mitad, se deshace de él, corta de tajo, y pueba otro para la segunda final y hasta el final.

Donde se topa con un nuevo problema: el escenario. Cuando Un Conejo Sin Suerte funge casi como un unipersonal, el diseño escenográfico tiene muy equilibrada el área donde Conejo hace lo suyo, y otra grande al fondo donde esta dimensión guiñol toma lugar. La tenemos oculta como el sombrero de un mago, y sólo la percibimos a través de una cortina, pero entendemos su espacio a partir de lo que no se nos muestra y no pareciera sólido, sino repleto, como el interior de un globo. Visualmente hace sentido y psicológicamente no se cuestiona. Pero una vez que ese espacio pierde significado, y la cortina permanece ahora básicamente como muro, el escenario no tan grande del Foro Shakespeare queda disminuido a sólo un pasillito, donde el resto de la acción se ve obligada a suceder de manera plana y enjaulada, sin profundidad.

Entonces el resultado de este choque de estilos no es desastroso en ningún sentido, pero el desbalance nunca deja de ser obvio. Y para los que aún estábamos disfrutando de este mundito que se nos había creado al principio, resulta complicado no cuestionarse dónde escondieron eso que nos había enamorado. Para hacer de ambos trozos una misma pieza cohesionada, Alex Gesso se encarga de musicalizar el relato, dándole un toque americano suereño y hasta western. Que aunque en realidad no tiene mucho que ver con el contexto de Conejo, se despega bien de un entorno real para regresarnos a esta fantasía donde la fábula sí está sucediendo aquí, pero podría pasar en cualquier lado.

Y para el final te deja cantando «¡Gelatinaaaas!» de regreso a tu casa, de modo que cumple su función. La música, y en general la presencia de Gesso como un ser omnipresente y reactivo en una esquinita de la puesta, es tan encantadora y entrañable como mucho otro de la obra. Y de manera inclusiva, todas las funciones hay una persona del lado izquierdo del escenario haciendo traducción simultánea a LSM, que Daniel Ortiz integra al montaje de modo que no es un punto y aparte, pero en toda medida parte del enunciado. Cosa que pasa poco en el teatro mexicano y que no deja de ser una iniciativa genial, y perfectamente bien integrada a la personalidad del montaje.

Es finalmente Omar Sorroza el que pareciera cargarnos en su charola de gelatinas. Es su mirada llena de ilusión, un temperamento bonachón inquebrantable, y su eterna mira en lo alcanzable lo que hace funcionar una obra que descansa de manera esencial en sus hombros… o en su casco de conejo. Y acabamos estando ahí por él y para él. Un Conejo Sin Suerte, un poco como su personaje protagonista, no tiene nada de pretenciosa. Es linda y divertida, y aún cuando no se salva de resbalar en lo meramente anecdótico, se deliza ligera hacia la sensación cálida y complacida que te permite salir del teatro sintiéndote apapachado.
Un Conejo Sin Suerte se presenta los miércoles a las 8:30 pm en Foro Shakespeare.