Cruise nos regresa a los 80, al pleno de la epidemia de VIH en Londres donde un hombre decide enfrentar la enfermedad viviendo al máximo en un montaje explosivo dirigido por Alonso Íñiguez que revienta en un throwback vibrante a una década donde la música, los colores y la fiesta se mezclan con la devastación y la impotencia de una comunidad desprotegida y prejuiciada, y un ambicioso unipersonal que se niega a dejar migajas sueltas en el plato.
Jack Holden escribe Cruise desde un lugar muy personal. La historia en su centro no es entera ficción, pero nace de una anécdota que él mismo escuchó mientras trabajaba en una línea de ayuda LGBTIQ+, para después no sólo implicarse en la dramaturgia del unipersonal, pero también pararse a actuarlo. No es de sorprender que en Londres recibió mucha atención, incluso una nominación en los Premios Olivier en 2022. Platicando con el periódico The Guardian, Holden explicó: «Como un escritor queer, hay una presión inmensa al escarbar en este importante y angustiante periodo de la historia para hacerle justicia».

Lo primero que me salta entonces del montaje de Cruise en el Teatro Milán es que sea Alejandro Speitzer quien lo interprete. Un hombre heterosexual, que más allá de sus capacidades como actor (que discutiré más adelante), y el sobre-entendimiento de que un actor puede interpretar lo que sea, el tema de la epidemia de SIDA y sus incontables pérdidas resulta tan doloroso e inevitablemente particular para una comunidad, que no puedo evitar percibir como poco sensible que no se mantuviera vivo ese detalle de autenticidad, y el que se pase por alto permitirle a la gente queer contar sus propias historias. Especialmente las que pegan en un lugar tan personal.
Dicho esto, que me parece importante mencionar, no por Cruise per se, pero por un histórico en el que los actuantes LGBTQ tantas veces son hechos a un lado, olvidando que vivimos una era en la que la visibilidad y la representación importan: la obra es fabulosa y Alejandro Speitzer está sin duda en su mejor momento. Él se toma con absoluta seriedad la importancia del tema y se entrega a la puesta con una energía imponente. Más importante aún, su director, Alonso Íñiguez decide arriesgar el todo por el todo, no jugar a la segura, y sorprender a cada instante. Y cada cosa por la que apuesta funciona.

Cruise inicia con el alter ego de Jack Holden, un joven quizá gen-z que romantiza los 80 como esta era de diversión imparable, pero que ha olvidado los detalles más oscuros de la década para la comunidad gay, y trabaja en una línea telefónica de ayuda LGBTQ+. Durante una mañana de cruda donde todos sus compañeros lo han dejado solo, un hombre llamado Michael se comunica a la línea esperando poder hablar con alguien más experimentado, topándose únicamente con Jack y su estado deplorable de receptividad.
Michael decide entonces contarle su historia. Regresarlo al tiempo en el que tenía su edad, 22 años, y recién llegado a Londres, vivió en Soho la aventura de su vida. Y la que pudo haber acabado con su vida. Adoptado inicialmente por una drag queen, un muy joven Michael comienza a habitar la ciudad y sus muchos rincones de diversión sin filtros, trabajando en un estudio de música. Lo vibrante de una Londres en los 80 que venía de lo disruptivo de la cultura punk de finales de los 70, entrando a una era disco donde lo pop tomaba espacio para cuestionar sistemas de consumismo y estética. Y lo queer asomaba la cabeza al mainstream.

Es entonces que Michael conoce a David, todo un Tom of Finland, leather daddy amante del karaoke, con el que inicia una relación sumergida en esta escena sin descanso de sexo, música y libertad. Hasta que ambos son diagnosticados con VIH y les pronostican quizá meses, quizá contados años para seguir vivos. Es entonces que Michael y David deciden que no se van a entregar al marchitamiento, pero van a exprimirle a la vida todo lo que alcancen a exprimirle en el tiempo que les quede, mientras ven a su Soho transformarse y a su comunidad desvanecerse, azotados por una enfermedad a la que se le permitió correr por demasiado tiempo sin intervención por parte de las instancias de salud.
La obra es un constante frenesí que intenta retratar lo revolucionario de una época acentuando el cómo en medio del furor ochentero, cuando la gente menos se lo esperaba, el SIDA se escabulló por las rendijas para tomar a la comunidad gay por sorpresa , mandándolos a un oscurantismo que en realidad… nunca perdió su color neón. Alonso Íñiguez dirige con eso en mente. Y arma un universo que es en toda medida una decontrucción de la atmósfera de aquella Soho, bajo una mirada queer llena de propuesta y un movimiento que carga con el hambre por ver y ser visto que hasta el día de hoy mantiene a los 80’s como el referente de autenticidad y desenfreno.

Javier Ángeles diseña una escenografía de sensación industrial, que es sex dungeon, under y las calles de una Londres en construcción. Que hace a Michael volar sin levantar los pies del piso, y da la sensación de haber entrado a un almacen donde los inicios del rave tienen a un DJ provocando locura entre gente que va descubriendo la existencia del molly. Alonso no necesita más que de su único actor para darle sentido a todo este espacio, que se siente enorme, y hacer con él una coreografía impetuosa, donde el amor de Michael por la música se convierte en ondas de sonido y magnetismo.

Y desde esta fiesta continua y aparentemente rescatista, de la que Michael se cuelga para sobrevivir, conceptualiza su escena. Suelta a la figura de un DJ que es un acento constante de acompañamiento estético y práctico, que deja a Alejandro Speitzer ser el actor de la puesta, pero se suma como una sombra representativa de la vibra del momento, y da al montaje ambientación y atmósfera. Y así sin muchas más palabras para describirlo, hace de Cruise una obra simple y sencillamente cool. Aún si es verdad que a momentos pone a batallar la narración de Speitzer con los decibeles de la música en lo alto.
El mismo vestuario de Atzin Hernández, que no pretende ningún tipo de disfraz, pero sí hace guiños por momentos a la imagen de un Freddy Mercury que conocemos bien y que, pues sí, es una de las víctimas más famosas del SIDA, también se guarda instantes de sorpresa. Una cortina que pudiera ser la de rafia de un antro de cuarta se acaba transformando en el vestido de una drag queen, y la revelación no deja de ser una de los regalos más gratificantes y sin duda simpáticos de la obra. Pero el genio del montaje. El que se paró en el Teatro Milán con toda la noción de hacer de Cruise un espectáculo inolvidable y novedoso es sin duda Matías Gorlero, el diseñador de iluminación.

Y necesito dejar esto en claro, el escenario del Teatro Milán nunca se ha visto más espectacular y recargado de espasmo. Matías no sólo llena de vida una narraturgia a la que consigue crearle momento tras momento, y acompañar el viaje de Michael por la Londres que lo está empezando a perder a él, pero nunca a sí misma, pero en su maximalismo lo que definitivamente no le faltan son ideas. Leds, espejos, luces montadas en plataformas que suben y bajan, colores, un diseño que se mueve al bit de la música, contraluces bellísimos, Gorlero ambiciona una escena que viaja a 300 kilómetros por hora y no deja sobras en su camino. Si Cruise consigue romper barreras y llamarse a sí misma inesperada es porque este brillante equipo de creativos la aborda como un reto y luego la ejecuta con estruendo.

En medio de todo, que es mucho, Alejandro Speitzer, que no veíamos en teatro desde Straight, y que defiitivamente no se había probado antes con el desafío de un monólogo, prueba que es mucho más que un héroe de acción o un interés romántico de cine y tele, sino un actor con garra y propuesta también para el teatro. Si bien es cierto que de los muchos personajes que le toca construir, no todos acaban delineados con el mismo tipo de detalle (David tristemente es uno al que no consigue armarle una personalidad notoria), Speitzer encuentra modimos y formas para hacer del unipersonal un continuo dinámico. Pero más allá de un histrionismo de pronto dirigido hacia lo sutil en sus variantes, lo que tiene para obsequiar es energía pura.

Speitzer se apropia de un escenario que no lo contiene sino a él, y se entrega como si lo acabaran de lanzar por un cañón. Una bala. Pinta a Michael con una cierta brillantina queer, especialmente cuando lo ponen a moverse, a bailar y a cantar, aunque inevitablemente regresa a la heternorma para demasiados instantes. Que no deja de ser una oportunidad perdida para hacer de Michael realmente a un hombre gay. Pero ahí donde lo tiene que retratar para hipnotizarnos con su camino, es sin duda cautivante. Y aunque de interpretación intensa, en los acentos más melancólicos o emocionales, que aunque pareciera lo contrario, no son tantos, se cuida de más para entregar a un relator pasional pero distanciado, y no tan roto como quizá pudiera.

La historia de Jack Holden no es una conmovedora. Lo es más ruidosa y motivante. Un texto enfocado en el allure de una ciudad y su vida nocturna, sin duda intrigante, pero eventualmente no tan crudo. Y es la anécdota de Michael la que resulta relevante. Jack, como escucha principal en la línea de ayuda, se mantiene como una tangente que acaba llegando a un lugar raro con un compañero al que se redime después de haber sido pintando levemente predatorial. Un apéndice quizá innecesario para el grosor del contenido. Pero nada que le quite emoción a Cruise. Incluso si la traducción cae en repetidos momentos en iteraciones demasiado literales que en español suenan plásticas.
Un monólogo que entrega lo que vende con arrebato. Un pedazo de teatro de modernidad pura que es al mismo tiempo un homenaje a la vida hace cuarenta años, y más bello aún, a la comunidad gay que en esos tiempos y con el mundo en contra, se aferraron con uñas y dientes a la vida, a sus amores, amigos y su libertad sexual, y como siempre y desde hace tantísimos años volvieron a demostrar que son primero y ante todo luchadores. Sobrevivientes. Y que mientras indentifiquemos que el SIDA hoy no es sentencia de muerte, pero no olvidemos que lo fue para muchísima gente durante un episodio del que hay un antes y un después, el reconocer y recordar nuestra propia historia siempre nos hará más fuertes.
Cruise se presenta viernes, sábados y domingos en funciones dobles en Teatro Milán.








