Dos seres que han tenido que huir para encontrarse con ellos mismos, se topan como predestinados en un estallido en La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas, una obra que nos hace viajar de las calles de Puebla a las playas en Oaxaca al lado de personas en la búsqueda de aquello que los define y completa, en un trayecto que evoca los paisajes de un país que tiene mucho para sorprender, y mucho que agonizar.
Abraham Salomón, director y dramaturgo, pinta una bella ilusión con La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas. La ilusión de un México pintoresco repleto de recovecos mágicos y aventurosos de ensueño, y la ilusión de un México disfrazado de paraíso cuando en sus entrañas pesa el horror de una inseguridad que es sin duda la plaga de una tierra que desaparece y aterroriza. En su texto, la primera se yergue como el cimiento de una historia de reconciliación y el encuentro con uno mismo, y la segunda permanece asomada por el rabillo del ojo, tal vez más difusa de lo que la narración necesita para asestar el golpe.

Oceána creció en la playa, dirigiendo desde su ventana a turistas a sus destinos, con un padre ausente que un día se fue para no volver, una madre extranjera y una energía de absoluta alma libre, como buena costera. Mientras Ismael ha pasado su vida batallando con una ansiedad que se le presenta en la forma de una enemiga constante y que lo ha mantenido paralizado de realmente vivir una vida plena sin seguridades que lo acomoden, pero disfrutando del momento. Ambos se encuentran en un momento de derrumbe, un instante que los junta para marcarlos. Un encuentro al final de todo.

La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas salta de pasado y futuro, y de personaje en personaje, para explorar el por qué Oceána decidió que tenía que conocer más del mundo y salió a respirarlo todo llegando hasta Nicaragua; e Ismael en un acto de supervivencia venció a su ansiedad para renunciar a su trabajo y huir lejos de su realidad y hasta Mazunte. Al tiempo que el autor nos presenta viñetas que entendemos como un futuro juntos, un tiempo en el que Océana e Ismael se han encontrando para en pareja mostrarse lugares fantásticos y sentarse a ver brillar las luciérnagas.
El relato, narrado desde ambas perspectivas, se pinta por un lado como un romance tierno entre dos personas peculiares que no podían sino acabar juntas, y por otro un recorrido, de pronto muy literal, desde la zona de comfort y hacia la búsqueda de un yo completo, pleno y sanado, a partir de soltar las raíces que nos atan al suelo para despegar hacia lo desconocido e incierto, donde idealmente espera la respuesta de quiénes sómos verdaderamente.

Abraham Salomón hace un trabajo dulce y simpático en este road trip sin un destino final marcado, pero sí un propósito claro: el de salir para poder eventualmente regresar. Regresar más entero. Y crea en Oceána e Ismael personajes francamente encantadores. Ella en esta capacidad hetérea y franca que la hace muy carismática, y él en lo enternecedor de un hombre obligándose a soltar sus inseguridades, aún si no es lo que le viene más instintivo. Y dibuja un mapa sin duda divertido de recorrer al lado de ellos, que uno puede visualizar desde la butaca como rinconcitos preciosos de un país que conocemos y sabemos que los tiene.

Pero más cerca del final toma una curva un tanto inesperada y no tan certeramente planteada, y de último momento incluye en la lista de pilares en la trama un tema de crimen e inseguridad al que pareciera querer darle peso, pero llegada su aparición sin mayor trasfondo o trabajo de construcción previo, no deja de sentirse un tanto gratuito y suelto. No porque no sostenga una realidad compleja y cierta, pero porque pareciera una tangente cuya semilla jamás se sembró en el telar de la trama lo suficiente como para hacerla germinar. Vaya, existe un guiño, muy, muy al comienzo, pero para ser un tópico de una cierta profundidad y sensibilidad, el mensaje no alcanza a caer en su lugar para los últimos minutos en los que se le da espacio, esperando contundencia y obteniendo más bien sorpresa.

La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas funciona entonces más como una obra humana, un relato individual sobre la fluidez necesaria para encontrar estabilidad, más que como manifestación social con profundidad sobre la situación de un país. La propuesta escénica le permite e ambos actores jugar con una serie de personalidades, mientras se acompañan turnándose a los muchos personajes incidentales, que otorga dinamismo al relato, y a sus intérpretes: Gina Granados y Axel Arenas, la oportunidad de mostrarse versátiles, y bobos, y juguetones. Y no hay nada más refrescante que ver a dos actores pasándosela bien en escena con lo que se les ha ocurrido para divertir.

El diseño escenográfico de Agustín Cerezo se sienta en lo sencillo, pero metafórico. Dos caminos de madera que se cruzan y entrelazan, y que de algún modo dan la sensación no sólo de un encuentro, pero también de una ola, que en una obra que refiere tanto al mar, hace mucho sentido. Pero es la iluminación de Daniela Espino la que se guarda los momentos más mágicos y emotivos del montaje. Empezando, sí, por las famosas luciérnagas en el nombre de la obra, que se hacen presentes en un cielo nocturno que vemos con un suspiro guardado adentro, pero en general en la construcción de un espacio evocativo en un teatro que en muchos sentidos obliga al minimalismo.

El diseño de vestuario de Alejandro Rincón pareciera replicar aquel mensaje de cruce y encuentro de dos realidades muy distintas de la escenografía, pero termina por verse desarrollado a medias. Es muy claro lo que nos quiere decir en Oceána, y el trabajo en su ropa. Aún cuando sobre-ornamentado nos habla muchísimo de quién es ella, de dónde viene y dónde la podemos encontrar; pero cuando llegamos a Ismael las ideas parecieran haberse oscurecido. Y aún cuando él se presenta en toda medida más plano, y viniendo de la ciudad el juego quizá no es tan obvio, el poco discurso en lo que trae puesto que sólo se alínea a una paleta de colores sin mayor búsqueda, sí pareciera una pequeña oportunidad perdida. Y en pareja el desbalance visual no construye armonía.

Uno de los detalles más coloridos del montaje es finalmente la música. Compisición de Jonathan Alvidrez pero que en escena es interpretada por María Hajnal, que permanece todo el tiempo al fondo en una especie de omnipresente y con quien Salomón también juega para hacerla participar sólo por momentitos, pero recordándonos entonces que eso musical de la puesta está integrado al relato, y no es meramente sonido ambiental. Si algo logra muy bien La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas es situarnos, y dar vida desde lo poco retacado a un literal país.

Hay algo que decir sobre los momentos truncos y los futuros tiznados, y de algún modo La Extraña Desaparición De Las Luciérnagas sí pega donde duelen las posibilidades, pero no termina de redonearse lo suficiente para salirse del pretexto y hacia la contundencia. Fuera de un par de minutos finales que daría gusto que dijeran todo lo que quieren decir, la obra mantiene una emoción de principio a fin por el qué sigue, y la ilusión de este encuentro tan elusivo entre dos personas que ya nos tienen enganchados, que antes de hayarse entre ellas, llena de motivación saber que primero se pueden descubrir a sí mismas. Y eso siempre será lo más mágico de un viaje. Que te obliga a poner un pie fuera de cuatro paredes que te contienen.








