Una tragedia del México capitalino desde la mirada de un autor y director muy joven que con su ópera primera para el teatro viene a pararse como figura de peso que habrá que mantener en la mirada, porque es clarísimo que aquí hay alguien que tiene algo que decir; y como actor, Rodrigo Olguín junto al resto del elenco de Quiero Vivirlo Todo, arranca francos suspiros desde la emoción cruda y verdadera en una devastadora obra sobre sueños incumplidos y realidades que aplastan.
Si hay algo que se le ha aplaudido mucho a autores como Arthur Miller en Estados Unidos es esa capacidad de mirada crítica hacia el American Dream, conscientes de que es la ilusión de su existencia la que normalmente lleva a la destrucción desde la obsesión con aquello inalcanzable y finalmente vacío. Ahora, yo no sé si el «Mexican dream» pudiera existir realmente como concepto cultural, pero Rodrigo Olguín Reyes, autor, director y actor de Quiero Vivirlo Todo pareciera implicar algo parecido, con tres personajes de pueblo que se mudan a la capital en busca de la solución a todos sus problemas, sólo para encontrar a su paso la absoluta perdición. Y el resultado, en efecto, tiene algo de Milleresco… sin intención de inflar demasiado algo que apenas va comenzando.

El espacio del Teatro la Capilla nos recibe con una disposición de paserela. Las butacas se han abierto para Quiero Vivirlo Todo y otras tantas se han subido al escenario para convertir la convencional escena a la italiana de ese teatro en una especie de ruedo. Tal vez con la intención de crear suma distancia entre personajes que se van viendo separados por el tiempo y las decisiones. O tal vez sólo como mera elección de estilo que, como sea, resulta refrescante para los habituales asistentes de un teatro que se ve transformado en otra cosa.

Ángel (Andrés Jurado) se aparece en el restaurante en el que trabaja Sebastián (Rodrigo Olguín) para pedirle una segunda oportunidad a una vida que nunca lograron tener, y en ese momento Mario González Solís, que funciona dentro de la obra como un relator omnipresente, detiene la escena para asumir que hay demasiado que no sabemos hasta ese punto y que es mejor regresar al inicio. Lejos de la Ciudad de México y hacia algún pueblo, que pudieran ser muchos, pero por lo que entendemos es uno de ideas conservadoras y anacrónicas, y una población marginada.

Ahí, Ángel y Sebastián se deciden a huir juntos a la capital, conscientes de que sus familias en el pueblo jamás van a aceptar o entender la atracción que sienten el uno por el otro; al tiempo que Muriel (Michel Santré) se ve orillada a asesinar a su abuelo en defensa propia, luego de que el señor intente violarla. En un encuentro azaroso y sin realmente conocer a Muriel, Ángel le ofrece unirse en el escape y así juntos forman el trío más desequilibrado pero solidario posible, que termina por cohabitar en un cuartito en la CDMX, que es para todo para lo que les alcanza.

La Ciudad parece ofrecerles la posibilidad de cumplir sueños. Para Sebastián el de perseguir una carrera como cantante, para Ángel como contador, para ambos el de quizá explorar lo que sienten el uno por el otro con más libertad, y para Muriel iniciar una vida nueva donde nadie sepa lo sucedido, lejos y huyendo, como antes que ella hizo su mamá. Pero la realidad no espera mucho para empezar a ubicarlos con los pies en el áspero suelo. Ángel batalla con una homofobia interna que nunca realmente le permite abrirse a la posibilidad de estar con Sebastián, y encuentra mejor consuelo en los brazos de mujeres… mujeres como Muriel y una nueva novia de Cuautitlán Izcalli (Fabiola Villapando).

Sebastián, con mucho que probarse como cantante y sin espacios reales para demostrar lo que puede ser, solo, entendiendo que Ángel nunca va a zafarse de las cadenas que le impiden verlo con el amor con el que él lo ve, termina por recurrir a la prostitución, que es un camino al dinero fácil, y que además le presenta a un posible bondadoso benefactor (Juan Carlos Reyna); y Muriel, que cada vez escucha más intensamente la voz de su madre como si su fantasma la persiguiera, se enfrenta contra la depresión, que ella sólo atina a llamar «tristeza», que la inmoviliza de buscar trabajo y salir de su hoyo, y cuya oscuridad sólo incrementa conforme va desenterrando secretos familiares que jamás imaginó.

Para Quiero Vivirlo Todo, Rodrigo Olguín Reyes crea la atmósfera de un drama que se percibe a todas leguas ineludible en su tragedia, pero encuentra rincón tras rincón para sorprender y erizar con revelaciones que aún cuando parecieran tener sus bases en el melodrama, nunca realmente le suelta las riendas a lo excesivo o desesperado. Sus personajes son enormemente humanos, y más que eso, Ángel, Sebastián y Muriel parecen estar marcados por una capacidad muy única, quizá que cargan del pueblo del que vienen, de moverse a toda costa hacia adelante. Para bien o para mal. Son herméticos a sobrepensar y sobresentir, y de comunicación limitada al momento de compartir y pedir. Lo que le permite a las escenas transitar con una naturalidad de pronto frustrante, pero no explosiva. No hasta que ya no se puede evitar serlo.

Y tal vez no dibuja la relación de todo foráneo con la Ciudad de México, pero encuentra en este relato la muy real capacidad de una ciudad abrumadora y poco favorecedora para los que viven fuera de la burbuja de reventar ilusiones y enfrentar a los jóvenes que vienen llegando con sueños y maletas en la mano, a convertirse en adultos muy funcionales en tiempo récord y a como de lugar o verse lanzados a las fauces de un dragón al que poco le interesan las ganas y las ilusiones. A momentos crónica de la juventud foránea, a momentos la dolorosa Brokeback Mountain de Annie Proulx, Quiero Vivirlo Todo nunca deja de ser carne viva como la de una herida que no tiene permitido cicatrizar.

Y su mayor virtud, más allá de una dramaturgia que se lee como el inicio de un clásico, es un elenco que la vive con la mayor de las verdades. Es impresionante la manera en la que a Olguín, Santré, Jurado y Villalpando les pasa todo. No hay un gramo de pretendido en lo que están haciendo. Un ensamble enteramente sintonizado y parejito en un tono de realidad que no permite espacio ni a lo excedido ni a lo pasivo. Y que se entrega de manera tan generosa a un abismo de emociones en realidad sumamente dolorosas. Es este elenco el que termina por darle forma a una obra que aún con lo joven jamás se presenta como inmadura. Porque ellos son perfectos.

Y el mismo Juan Carlos Reyna, al que dejo al final con razón, aún cuando sus apariciones son menores y no tiene en realidad oportunidad de jugar con todos, sus escenas están más bien compartidas con Olguín, hace a un hombre sordo que yo voy a confesar… pensé que realmente lo era. Y más allá de los obstáculos que eso implican, el poder entender una forma de hablar, el poder aprender LSM para comunicarse dentro de la puesta, su transformación es impresionante, pero también lo es lo mucho que comparte empatía. Su figura, la menos trágica de todos, se acaba por volver un poco como el rayito de esperanza, el abrazo después de llorar.

Cierto que la disposición de pasarela en La Capilla enfrenta al equipo con problemas quizá no previstos. La ambientación es inmersiva, pero la visibilidad de los actores no siempre resulta cómoda, y depende de tu lugar en la sala, muchos momentos pudieran perderse de espaldas o en laterales demasiado laterales, y muy constantes. Y la iluminación, en específico, batalla por poder conseguir una estabilidad clara. De por sí pensada oscura de inicio sin mucha razón de ser fuera de las instancias en el «cuartito», los muchos rincones de este nuevo escenario entorpecen el que realmente pueda haber un trabajo que luzca y permita a afocar a todos por igual. De humo excesivo y sombradeos poco adulatorios, Quiero Vivirlo Todo aún pudiera encontrar su sello de estilo en un diseño con más cuerpo.

Quiero Vivirlo Todo tenía todo para nacer más verde. Y no es que crea que la dramaturgia joven no puede ser excelente dramaturgia, pero también es cierto que muchas veces hay un proceso evolutivo que toma más tiempo. Lo que vi en La Capilla se saltó esos pasos de evolución. Tiene todo para firmarse como una obra de autor, como un trabajo listo para competirle a cualquiera en cartelera, como una historia lista para salir al mundo y hacerle sentir al mundo entero. Me confieso alegremente impactado por Rodrigo Olguín Reyes, y alguien que pretende mantenerlo fijo en el radar. Porque si aquí empezó… uff no me imagino hasta dónde puede llegar.
Quiero Vivirlo Todo se presenta los jueves a las 8pm en Teatro La Capilla.