Una deliciosa matryoshka de teatro, una historia dentro de otra, un montaje dentro de otro, una serie de narraciones que se van pelando en capas, Abraham Lincoln Va Al Teatro es finalmente una matrix, donde hay que transitar el túnel para llegar al verdadero centro en el que la realidad se vuelve teatro, y el teatro arma la realidad. Con un elenco que se entrega profundamente a la esquizofrenia de la puesta que inicia en un lugar histórico para transformarlo en figura de cera.

El asesinato de Abraham Lincoln por John Wilkes Booth, un famoso actor de teatro, que habiéndole disparado en su palco al Presidente durante una función de «Our American Cousin», se aventó al escenario del Ford’s Theatre para disfrutar una última vez de las luces y la audiencia antes de salir huyendo con el pie roto, se vuelve el pretexto con el que Larry Tremblay (dramaturgo) se cuestiona qué tanto de ese momento real e histórico siempre tuvo una intención de performance dramático, más allá de las pretenciones políticas de John Wilkes Booth, que al final del día, y fuere lo que fuere, no dejó pasar la oportunidad de exclamar «Sic semper tyrannis!» en ese escenario, frase que se le atribuye a Brutus cuando mató a César, haciendo en efecto de su violento acto un motivo de teatralidad.

Abraham Lincoln Va Al Teatro

Pero Tremblay no tiene en realidad intención de contar esa historia. Su foco no está en el documento histórico, sino en la psique del actor y la pertinencia del teatro a ese momento. Entonces Abraham Lincoln Va Al Teatro se dispara hacia lugares insospechados que aún anclados a ese momento van abriendo la conversación a partir de eslabones, como en cadena: de una obra, «Our American Cousin» que se convirtió en otra ¿obra?, el asesinato de Lincoln, que se convierte en la escenificación de un director que quiere recrear ese momento pero primero pasarlo por la lente de dos famosos comediantes de los 40’s, que se convierte en la búsqueda de dos actores por trabajar con un director famoso y reconocido y transformarse en dichos comediantes, que se convierte en la oportunidad de otro actor para interpretar a ese famoso director reconocido, que se convierte en el convocatoria de nuevos actores para hacer el papel de aquellos actores que querían trabajar con el director reconocido, y así nos vamos.

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Marc Killman (cuyo apellido no pasa desapercibido en la dramaturgia de Tremblay) convoca a dos actores, Christian y Leonard, para su montaje inspirado en la muerte de Lincoln. Donde él va a interpretar, no a Abraham Lincoln, sino a la estatua de cera de Abraham Lincoln, que en esta puesta hace sentido discursivamente; y en la que Christian y Leonard habrán de interpretar a otros personajes, pero lo harán desde la recreación de Laurel y Hardy (conocidos en México como El Gordo y El Flaco). ¿Por qué? Porque Killman pretende hablar de la decadencia de Estados Unidos desde aquel slapstick en el que uno era torpe, y el otro era bully, se violentaban y se centraban en sus dos distintas fisicalidades, como si lo gordo o lo flaco fuera más allá del peso y hacia una forma entera de ser.

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Mientras Christian y Leonard, cada vez más mimetizados inevitablemente con Laurel y Hardy viven su propio drama, en el que hay una clara atracción entre ellos, pero sólo Christian es capaz de vocalizarlo, porque Leonard, un hombre casado, le huye por completo a la idea, aún cuando le resulta magnética, y ambos tienen todas sus fichas puestas en el proyecto de teatro luego de que su carrera en televisión llegara a una pausa indefinida, Marc Killman va asumiendo trepidantemente el rol del director demasiado artístico y metafórico para su propio bien que se ha vuelto tiránico en su propio montaje.

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Pero hay otras voces que se van sumando a esta narrativa en distintos tiempos futuros. La de Christian y Leonard buscando a un actor, que interprete a Marc Killman para su montaje, sobre el montaje que iban a hacer con Marc pero se les cayó luego de su muerte, que da la bienvenida a la puesta a Sebastian Johnson, quien habrá de interpretar la locura de Killman dirigiendo e interpretando a la estatua de cera de Lincoln en el montaje de Christian y Leonard que también acaba siendo un fracaso debido a que el amor de Christian por Leonard termina en tragedia.

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Y la voz del mismo Sebastian, que eventualmente y en futuro más alejado, acaba por volverse director de la obra sobre Christian y Leonard y la obra que iban a montar sobre Marc Killman, quien buscaba montar una obra sobre el Gordo y el Flaco dentro del universo del asesinato de Lincoln, que lo apesumbra con las mismas obsesiones que a Killman, más otras más, transformándolo en el creador escénico desquiciado con ideas que ya no hacen sentido alguno (¿La Estatua de la Libertad como parte del asesinato en el Ford’s Theatre?), y cuya enajenación acaba por llevarse entre las patas a los nuevos actores que habrán de interpretar a Christian y Leonard, y que ahora bajo el mando de un trastornado Sebastian ya no encuentran cómo tocar piso.

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Si la obra suena confusa y convulso es porque lo es. Pero no pretende no serlo. Boris Schoemann (director) abraza el caos y las múltiples personalidades del texto sin buscar forzosamente claridad, sino la diversión y el significado hacia lo teatral. Si algo tiene Abraham Lincol Va Al Teatro es que todo lo que sucede en ese escenario, de pronto también muy inspirado por el clown, especialmente en todo lo relacionado con Laurel y Hardy, es enormemente entretenido y fascinante. Uno puede ir armando las piezas en su cabeza y tratando de darles sentido, y aún así reír y disfrutar ampliamente de lo que se va fusionando, incluso si eso implica no poder cachar de manera inmediata los ingredientes.

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Y en gran medida es gracias a Cristian Magaloni, Emmanuel Lapin y Nelson Rodríguez, un trío excepcional, que se avientan como caballos desbocados a los múltiples personajes conectados que les toca interpretar a cada uno, encontrando en ellos dicha actoral. Disfrutando de poder navegar entre tiempos y personas de pronto demasiado similares, pero con sus cositas definitorias, y de una dirección despreocupada por lo sutil, que pide de ellos lo grande, lo llamativo, lo físico y lo expresivo, que hace de este huevo revuelto un platillo de chef Michelin.

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Cosa que tiene lógica. Larry Tremblay viene a cuestionarnos sobre esa realidad que pasada por los filtros de la narración o múltiples narraciones, se va volviendo teatro, como toda anécdota de pronto lo es una vez que la dejamos en el pasado y la traemos al presente a partir de la recreación. Y para efectos dramáticos… no hay como los efectos dramáticos. Boris Schoemann de manera inteligente e ingeniosa hace de la teatralidad en su formato más impostado y alegórico todo un tono y personalidad para la obra, y el efecto es cautivante. No voy a decir que enormemente sencillo o didáctico, es una obra a la que hay que darle vueltas para conectar puntos, pero siempre vibrante.

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¿Quién iba a decir que el asesinato de Abraham Lincoln sucedido dentro de un teatro pudiera dar para hacer tanto más teatro, para inspirar la complejidad en el pensamiento rebuscando de Larry Tremblay y cascadear en historia tras historia, todas sobre actores, actores haciendo actores, actores volviendo personajes aquello que tocan, actores construyendo el teatro? Y me parece bellísimo que así sea. La capacidad de una anécdota de volverse tanto más. A Abraham Lincoln Va Al Teatro hay que ir con los brazos abiertos a recibir el rompecabezas sin mucho clavarse en las partes, sino en la imagen completa. Dar la bienvenida a sabores imprecisos, para degustar cada capa por el gusto de degustar en un bocado repleto e intenso. Una obra donde la multiplicidad reta y exige, pero regala teatro a manos llenas.

Abraham Lincoln Va Al Teatro se presenta lunes y martes a las 8pm en Teatro La Capilla.