Una refrescante propuesta minimalista, si bien modernista al clásico de Romeo y Julieta que hace pop de la tragedia shakespearana y aborda el montaje desde la absoluta ceguera de género, para permitirle a cada miembro de la compañía interpretar a todos los personajes en la historia por segmentos, y ofrecer nueva vitalidad a éste, quizá el relato más contado, que en Teatro la Capilla consigue sentirse novedoso.
A estas alturas de la vida montar un Romeo y Julieta implica explorar, jugar e incluso despedazar. Finalmente un texto de 1597 que ha pasado por tantas voces, tantas manos y tantos escenarios que buscarle formas tradicionales pareciera actualmente un despropósito. De modo que aplaudo lo que Diego Álvarez Robledo (director) y la compañía Bestiario Teatro hacen con Shakespeare en Teatro la Capilla que se siente, en efecto, como ellos encontrando su propia voz en el clásico más clásico.

Su Romeo y Julieta habla de universalidad. De modo que cada uno de los integrantes de la tropa, todos, sin importar perfil, pasan eventualmente por todos los personajes de la obra que se van rotando escena con escena intercambiando piezas de vestuario. Como una especie de carrusel teatral, que además resulta enormemente simbólico como respuesta al hecho de que en tiempos isabelinos de William Shakespeare sólo los hombres tenían permitido subirse a un escenario a actuar, de modo que eran ellos quienes interpretaban los roles masculinos y los femeninos. Con este concepto pareciera que la compañía le dice a la historia: «Esto somos ahora y los roles de género no podrían importarnos menos».

Bajo esta propuesta inicial, la historia de Romeo y Julieta se cuenta como siempre. Un enamoradizo e inmaduro Romeo Montesco queda prendado de Julieta Capuleto, un amor infame dado que sus dos familias son declaradas enemigas mortales, cosa que provoca que ellos se vean obligados a mantener su relación y eventual casamiento en secreto, para finalmente verse enfrentados a la tragedia cuando la insostenible mentira resulta en asesinato y destierro, y los amantes se dan cuenta que la única forma de estar juntos es en realidad en la muerte.

Diego Álvarez Robledo despoja a Verona de sus antiquismos para presentarnos a un Romeo y una Julieta más actuales. Fuman mota y se meten molly, y aún cuando no sueltan la inmadurez de juventud, tampoco es que sean especialmente ingenuos. Más aún ella, que no es un damisela de blanco esperando en el balcón de su castillo una declaración de amor, sino una mujer que cuestiona el que a sus 14 años se le tenga que casar con el mejor postor, como yegua enviada al semental, mientras los adultos a su alrededor insisten en sexualizarla de la manera más burlona.

En esta farsa que propone el montaje, Romeo es al mismo tiempo un mozalbete al que no le toma sino un día olvidarse de Rosalina para «crushearse» con Julieta; mientras Paris se vuelve un insoportable mirrey que no deja de cargar un cetro a donde quiera que va; el padre Capuleto es un imbécil de proporciones magnánimas, absolutamente ensimismado e intransigente, mientras su madre es incapaz de soltar la pose, y la Ama una mujer ansiada de contacto sexual con más deseo que precaución. Mercucio parece haber salido de las filas de los Sharks en eterna hambre de guerra, y Benvolio más que pacifista termina por ser el alcahuete de Romeo y mensajero de malas nuevas.

La Romeo y Julieta de Álvarez Robledo pareciera recordarnos que en esta tragedia no hay inocentes, y todos juegan un enorme papel en alimentar la violencia y finalmente la estupidez que lleva a dos amantes adolescentes a cometer suicidio. Con un escenario prácticamente vacío, a excepción de unas gradas al fondo que, en toda honestidad, pudieran estar mucho menos desprolijas, porque siendo la única pieza de escenografía lo descuidado del mueble no está a la altura del concepto, los Montesco y los Capuleto sólo tienen un par de objetos que usan como estandarte, y finalmente como arma. Como si el mismo escudo de la familia fuera la herramienta verdugo de sus tragedias. Un abanico para los Capuleto y maracas para los Montesco.

Que más allá de hablar de una musicalidad y danza, y fungir de manera ideal en la creación de figuras, que pudiera ser la especialidad de la casa para Bestiario Teatro, pareciera hablarnos por un lado de la suavidad y feminidad en el abanico, un objeto que incluso se usa para ocultar las caras de las más penosas y refrescar con gracia, en contraste con la absoluta impulsividad de las maracas que se sacuden con fuerza para encontrar su propósito. En efecto dos polos opuestos no forzosamente obvios, pero finalmente simbólicos de aquello que une y distancia a Julieta y su Romeo.

Y sí, la musicalidad termina por ser importante en el estilo particular de la puesta. Canciones evocativas de los 60’s, «California Dreaming» de The Mamas & The Papas o «Happy Together» de The Turtles suenan constantemente cantadas por el mismo ensamble a capella que termina por hacer con ellas un irónico score en el romance de estos desafortunados personajes que, pues sí, es bien sabido, no consiguen su felices para siempre. Pero al mismo tiempo, Diego Álvarez Robledo usa epílogos de su propia invención para dar una espolvoreada de azúcar al trago amargo que siempre ha sido la infeliz tragedia de Romeo y Julieta.

Como queriendo decirnos que el odio no deja de ser mundano, permite a sus personajes una vez muertos reconciliarse con el resentimiento que los llevó a la tumba. A Mercucio y Tibaldo les da la oportunidad de darse la mano en un más allá en el que se despiden bailando ska, mientras la obra entera termina con una boda que nunca fue… pero que tal vez en algún plano sí lo sea. Todo envuelto en estos elementos coreográficos que, insisto, se han vuelto parte de la firma de Bestiario, llenos de entrega y energía, que otorgan dinamismo a la puesta, poderío visual y un sello muy particular siempre vibrante.

Hay algo de intención y de interpretación que sí se sacrifica con el juego de relevos que propone la puesta, que a momentos termina por priorizar la forma al fondo, pero resulta mínimo en comparación con aquello satisfactorio que trae a la mesa. El drama pierde intensidad ahí donde lo gana el contexto. Y al final quedamos con una Romeo y Julieta que consigue hacerse única y sentirse particular. Una pequeña tragedia del siglo XVI por la generazión Z de 2025 que sigue encontrando en una historia de ignorancia social, misoginia y odio, un mensaje universal sobre la capacidad humana de ser verdugo -que no juguete- de su propio destino.
Romeo y Julieta se presenta los lunes a las 8pm en Teatro la Capilla.