Miguel Septién da sobriedad y elegancia al texto de Peter Shaffer, en una Equus de carácter minimalista donde la oscuridad del escenario que pareciera infinita resuena de manera magnífica con un relato sombrío de delirio y una espiritualidad transformada en celosía que permite a su estelar, Emilio Schoning, probarse como un actor enormemente ambicioso a la altura de cualquier desafío.

Jamás el escenario del Teatro Milán hubiera dado tanto la sensación de una escena en el National Theatre de Londres como con la Equus de Miguel Septién. Y es que arraigado a una línea absolutamente limpia llena de muchísima clase, lo primero que sorprende incluso antes de la tercera llamada es encontrar sobre el escenario, en los laterales normalmente cubiertos para las piernas, hileras de luces que eventualmente harán de la puesta un visual pristino.

Equus, 2025

Septién se abraza de lo minimalista y de un color negro que, gracias al impecable trabajo de su iluminador y escenógrafo, Félix Arroyo en este montaje, pareciera extenderse hasta volverse un infinito del que apenas si se alcanza a asomar, de manera constante y apenas con el rabillo de la mirada la cabeza que entendemos como la presencia del mismo Equus, que lo ve todo, todo el tiempo.

Fuera del tablero que arma como su escena, el ensamble de actores se sienta lejos del foco pero nunca enteramente fuera de la vista al fondo, para acompañar el montaje de manera musical. Cada uno cantando y tocando instrumentos de manera reverberante, gracias a un profundo y atinadamente perturbador score por Dano Coutiño, que completa el trabajo de Miguel Septién que finalmente está sustentado en el acting más que en un acto coreográfico, que en Equus no siempre es el camino evidente.

Equus, 2025

La confianza está puesta en sus actores. Primeramente en Emilio Schoning como Alan Strang, un perturbado adolescente de 17 años que de manera inconcebible ha cegado a seis caballos en un establo, y en José María de Tavira, el psicoanalista, Martin Dryer que ha quedado a cargo de la terapia que habrá de revelar exactamente por qué lo hizo, y qué es lo que pareciera estarlo carcomiendo mentalmente.

Mientras Martin, que tiene sus propias dudas sobre los motivos de su profesión y la realidad poco apasionada de su vida personal -incluyendo su incapacidad por tener un matrimonio avivado de ninguna manera-, va entrevistando y ganándose la confianza de un Alan que no pretende soltarse fácilmente a la confesión, y de sus padres, una confundida madre religiosa, y un riguroso papá de mentalidad blanco y negro cuando de obediencia y valores se trata, va descubriendo detrás de la cruel acción de Alan un significado de carácter pagano pero religioso, que pareciera tomar base en ciertas sádicas imágenes cristianas, y más importante aún en las cadenas que ven vestido y esclavizado al caballo para el dominio humano.

Equus, 2025

Emilio Schoning se lanza al desequilibrio con fe ciega y entrega una interpretación absolutamente apasionada y sin ni tantita ironía, libre de riendas. Se mantiene aferrado a la reserva en las sesiones de terapia de Alan, con mirada críptica y actitud defensiva, para desbordarse en sus momentos flashback, transformándose en niño para la escena de la playa en la que conoce a su primer caballo, y luego escupir, prácticamente vomitar un estado frenético en aquel famoso instante de desnudo, un íntimo momento sacrílego para Alan que lo transforma en un centauro mitad dios, mitad humano, mientras se consume por el éxtasis. Emilio toma cada estímulo de la vivencia para crear un acto hipnotizante.

Equus, 2025

José María de Tavira se distancia hacia otro extremo mucho más contenido. Pero nos regala a un Martin de instantes sumamente simpáticos en su capacidad auto-crítica, y otros de rendida derrota. Crea a un Martin de hombros como caparazón al que, por supuesto que de algún modo le da envidia el doliente pero explosivo fanatismo de Alan que al menos lo mantiene conectado a un lado muy vivo de su propia humanidad.

Ahora, cierto que De Tavira trabaja desde una esquina honesta, pero he de decir que en un montaje donde el resto de sus compañeros se abrazan a un tono más teatral y más impostado (porque Flor Benítez y Héctor Berzunza también están geniales como mamá, papá, psiquiatra y dueño de establo respectivamente, pero su acercamiento a los personajes no tiene ni el asomo de naturalista), él acaba jugando fuera del equipo, y a su lado, los demás parecieran demasiado subidos. Que con Emilio el truco funciona de maravilla, porque la normatividad debería eludirlo, pero con otros actores, el choque de escuelas a momentos pudiera sonar desquilibrado.

Equus, 2025

Ahí donde Equus nos presenta a seis caballos, Miguel Septién se arriesga con un ensamble mucho menor, creando imágenes completas meramente en la imaginación. Repito, sobrio y elegante, su puesta no está tan llena de figuras como de convenciones. Los caballos son aire y viven en realidad a partir del movimiento humano, que pareciera sumar a un discurso especista del texto y que el mismo Alan denuncia: el que el caballo se asume bajo la necesidad de la persona a la que sirve. Y al mismo tiempo evidenciar que la puesta entera existe bajo la narración de un niño mientras un hombre la ilusiona sin enteramente observarla.

Equus, 2025

Y es a Equus al único al que se le da una imagen poderosa. Una enorme máscara de esencia ritual que sólo un par de veces se asoma de las sombras, como las figuras de madera que se queman en ceremonias, imponente y de inspiración equina, sí, pero también fantasiosa -es casi un dragón-, que Humberto Mont carga como monumento para crear ante nosotros a un dios. Y el visual es impactante. Sencillo en su falta de adornos, pero pertinente. Y tenebroso además perfectamente colocado en instantes álgidos que no pueden sino acelerar el corazón.

Equus, 2025

Mucho conseguido también, repito, por el estético diseño de Félix Arroyo que nos ahoga en la negrura para delinear de forma elegantísima sólo lo necesario de este cuadro casi wiccano. Junto a otro diseño precioso e inteligente, el de Giselle Sandiel en el vestuario, que retoma los elementos de la clásica ropa (por cierto de muchísimo porte) de equitación para vestir a un ensamble que continuamente nos recuerda lo performático del acto de cabalgar que pareciera querer vestir a jinete y caballo para un espectáculo donde se presume la capacidad de dominio y control del brío.

Equus, 2025

Miguel Septién asume la oscuridad en la Equus de Peter Shaffer, pero la distancia de otra que le ha generado mucho aplauso, la de Martin McDonagh para su Pillowman. Nos reta a conocer un lado suyo de contención y franca preciosura, pero nos recuerda que su fuerte es analítico. Un director capaz de crear universos muy claros, pero más importante aún, de explorar en lo perverso de textos que le permiten indagar en lo retorcido de la mente que no se nos presenta incomprensible, sino sencillamente humana. Una Equus que no diverge de otras anteriores, pero es su propia cosa, una donde de pronto los caballos son velas, que nos viene a decir que tiene la primicia de un actor que después de ésta es claro que tendríamos que estar viendo más seguido, que es seguro que ya nos tiene encadenados.

Equus se presenta viernes, sábados y domingos en Teatro Milán.