Cristian Magaloni hace del teatro sinfonía con Anatomía De Un Suicidio, una pieza que maneja como una partitura brillante, para entregar una historia en tres tiempos simultáneos que se lee como tríptico y al mismo tiempo como concerto. Y que en un tema sobre la salud mental, la depresión, la maternidad y el suicidio pega desde la capacidad de hacer ondas en tiempo real del pasado al presente ilustrando el trauma generacional y sus consecuencias.
Lo que hace Cristian Magaloni con Anatomía De Un Suicidio es un trabajo de proeza. Un bordado finísimo y perfectamente armonioso, tan complejo como el texto mismo de Alice Birch, apantallante en su precisión, y enormemente significativo. Y estando ahí no podía soltar la sensación de estar viendo una orquestación donde un elenco de actores fabulosos se prestan a ser instrumentos, notas, arpegios y armonías que se retacan y despliegan en una escenografía que pareciera ser la partitura de este opus.

El aparato escenográfico de Anna Adriá nos da la bienvenida a una casa. No perfectamente detallada, sólo lo suficientemente delineada para transformarse en un espacio que conecta a tres mujeres, tres generaciones de un mismo linaje, que habitando ese lugar repleto de presencias lastimadas, ecos de un pasado que no ha dejado de cimbrar, parecieran estar en constante punto de ebullición como espuma que en cualquier momento pudiera empezar a desparramarse, como en esa misma casa ya ha pasado antes, y eso pareciera haberse quedado impregnado en las paredes.
La casa alargada y simétrica también pareciera retratar una línea del tiempo, perfectamente dividible en tres espacios, como modulos, el diseño de Adriá se transforma a la vez en una especie de cronograma, donde Magaloni coloca tres tiempos narrativos como en cajitas de manera simultánea, perfectamente ilustrativos de un antes y un después, sin ensuciar el uno al otro… o bueno… eso parecería, pero como Birch tiene muy claro con el texto de Anatomía De Un Suicidio, es imposible evitar que el pasado se derrame sobre lo que viene.

En los 60, Caro (Fernanda Castillo) sale del hospital luego de un intento de suicidio que ella pobremente disfraza de accidente. Una ama de casa acostumbrada al silencio y la pretención de control, abrumada por una depresión crónica que pareciera ahogarla de manera constante. Luego de quedar embarazada le promete a su bebé que hará lo posible por tratar de quedarse, al menos el tiempo sufciente para que su niña pueda crecer con una mamá. De adulta, en los 80, esa niña, Ana (Paula Watson), pareciera cargar con la depresión de su madre, entumecida por la adicción a una variedad de sustancias que la han llevado a una serie de situaciones indignas y lastimosas. Buscando sanar se integra a un comuna que la lleva a conocer al padre de la que será su hija.
En los 2000, Ivonne (Diana Sedano) mantiene la casa donde vivieron su madre y su abuela, y donde se guardan sus tragedias, como un tótem intocable. Una especie de recordatorio de cómo la enfermedad mental pareciera ser la maldición de una familia de la que ella probablemente sea la siguiente víctima. De modo que prefiere mantenerla a la distancia, apenas a la vista, y le huye a crear vínculos con personas que pudieran amenazar con abrir las puertas y ventanas de esa casa y dejar salir la oscuridad que lleva dentro.

Alice Birch (dramaturga) consigue retratar la avalancha del trauma generacional, no desde la herencia casi por osmósis de un dolor que pareciera transmitirse de generación en generación sólo porque existe, no, sino desde la consecuencia de la experiencia. La representación de mujeres adultas que crecieron en un ecosistema cargado de inestabilidad y afecciones, y la psicología del abandono a causa del suicidio. Y pinta un cuadro temporal donde la salud mental y sus pormenores han pasado por muchos estigmas y muchas barridas abajo del tapete con el paso de la historia. Más intransigentes, entre más atrás nos vamos en el tiempo.

De ese modo, Caro es una paria. Una mujer que intentó lo impensable para convertirse en la comidilla de su círculo, que cuando intenta sincerarse sobre una clara depresión post parto y el terror a la maternidad, lo que recibe de su gente es un, esas cosas no se dicen, intenta ser más normal. Y Ana es obligada a buscar ayuda fuera de un sistema que la tacha de problemática, mientras Ivonne encuentra alivio en el aislamiento. Y curiosamente para las tres, es una niña (distintos personajes, misma actriz en la genial Lucía Ribeiro) la que finalmente les entrega sinceridad, no por otra cosa, pero porque ella (ellas) está en esa edad cándida en la que aún no entiende que para los adultos funcionales un tema de desequilibrio mental es algo de lo que no se habla… o se conversa entre susurros.

De ahí que resulta tan apropiado y de algún modo inevitable que las tres historias no se cuenten por separado, pero se les permita habitar una misma escena, donde es claro, aún a pesar de la distancia del tiempo, que Caro, Ana e Ivonne no están en realidad en lugares tan diferentes. Y que la crisis que a veces las supera de pronto se empalma con la anterior y la anterior en picos similares de soledad y desesperación. Cristian Magaloni toma ese pretexto y lo que consigue con su montaje en simultáneo es armar coros y armonías. No de manera musical, pues, aunque a veces pareciera poderse oír la melodía, pero sí en la capacidad de ensamblar momentos que inicialmente hablan en voces diferentes, para de pronto integrarlos en una sola que resuene, antes de soltarlos nuevamente hacia su lugar.

Y esa línea del tiempo, que inicia cuidadosamente fraccionada, esa casa que representa un pasado del lado izquierdo, un pasado reciente al centro, y un presente en el costado derecho, conforme el caos de tres historias que amenazan con hervir, y se encuentran las unas a las otras en fantasmas de lo antes sucedido, chocan, se va disolviendo para trenzarse y enlodarse la una de la otra y acabar haciendo del cronograma un polígono. Un visual narrativo perfectamente construido por un Cristian Magaloni que dedica detalle y puntuación a un panorama que sólo él puede ver de forma completa, y construir como si de un modelo a escala se tratara.

Anatomía De Un Suicidio es una obra maestra en su artesanía. En lo milimétrico de una puesta que no puede darse el lujo de desafinarse, y la bella creación de cuadros, que alzados por la escenografía de Anna Adriá (que tiene varios recovecos por soltar a la vista) y la iluminación sútil pero continuamente minuciosa de Víctor Zapatero conforman planos y figuras cargados de significado en las distintas geometrías que estas tres mujeres van dibujando conforme trazan sus líneas de vida. E insisto, una orquesta de histriones, que en manos de estos actores que es un lujo ver juntos reunidos en un sólo montaje, hacen que Anatomía De Un Suicidio vibre con ondas que no se quedan sólo allá, entre ellos, pero pegan directito en la garganta en butacas, ahí donde se atoran para amenazar con salir por los ojos.
Anatomía De Un Suicidio se presenta viernes, sábados y domingos en el Teatro Helénico.