Un tibio acercamiento al golpe de estado de 1973 en Chile a partir de un joven disidente con un alias, y la cantante de folclor que no puede dejar de ver en sus fantasías. Gaspar y Violeta rasca una superficie vaga de la historia, hambrienta de incluir demasiados elementos que juntos no consiguen formar ni cerca un panorama completo, y sólo hacen de la puesta en escena una experiencia soporífera con un severo problema de identidad.
Sergio López Vigueras, director y dramaturgo, comete un error instantáneo con Gaspar y Violeta, antes siquiera de dar la tercera llamada. Y ese es la elección de sus sujetos para este documento sobre el golpe de estado en Chile que dio lugar a la dictadura de Augusto Pinochet. Por un lado, un estudiante del que escuchó hablar, llamado Patricio, nombre en clave, Gaspar, al que tiene tanto miedo de tocar desde lugares reales que termina por hacerlo un héroe plano. Y por otro, a Violeta Parra, que aún si en papel y dado que sus canciones fueron prohibidas en la época pudiera parecer que hace sentido, no tiene en realidad nada que hacer, muerta varios años antes, durante el transitar de la historia y la termina por escribir como un apéndice casi infantil, un fantasma cuya presencia es menos Pepe Grillo y más una guitarra que suena al fondo, que no logra sumar nada al argumento. Entonces los dos del título, Gaspar y Violeta, ya de entrada, no tienen mucho que contarnos.

La obra abre con Ceballos, un militar en absoluto tono de Úrsula cantándole a las pobres almas en desgracia, que rompe la cuarta pared para presentarle al público la visión de la Armada de Chile que promueve el vacunar a los estudiantes y disidentes de cualquier noción idealista y revolucionaria. Entre ellos, su más reciente captura, Gaspar. Un joven que se niega a declarar sobre el paradero del resto de su grupo y es torturado al ritmo de una canción y coreografía monótona, que lo lleva a refugiarse fuera de su realidad en un ensueño donde Violeta Parra, en sus veintes, su vestido de parches y su guitarra al hombro, le canta, entre otras cosas, «Gracias A La Vida» para liberarlo desde el subconsciente.

La siguientes escenas se presentan como meros pantallazos al pasado en la lucha de Gaspar y su grupo insurrecto por enfrentar la toma de poder del ejército, básicamente reuniéndose en juntas clandestinas donde se dedican a mirarse preocupados entre ellos, exponer escenas peligrosas y álgidas que jamás vemos, conversar desde el cliché y el estereotipo más básico del grupo rebelde, y volverse una masa homogénea de donde es difícil rescatar a cualquier individuo. Cortando de vez en cuando para volver a entonar un sonsonete poco melódico y monótono, de letras nada cruciales a ninguna situación demasiado específica, que puedieran encajar en cualquier evento político donde hay algún tipo de enfrentamiento.

La obra no llega a más de eso. Gaspar y Violeta es un eterno regresar a escenitas que cuentan poco pero se entienden dentro del pensamiento colectivo como situaciones relacionadas con un movimiento estudiantil, que se combinan una y otra vez con los discursos de Ceballos que giran en torno a lo mismo que expresó en los primeros 5 minutos de la puesta, y estos momentitos donde Violeta Parra hace apariciones, que una y otra vez se perciben como paréntesis a la acción fuera de tono y comunicación, creados para recordarnos a una figura esperanzadora para los chilenos, ahora convertida en un poster de Pamela Anderson en la pared de un adolescente en tiempos de Baywatch, nada excepto un escape mental.

La falla más grande de la obra es que es tan genérica y autoindulgente que una pasada por Wikipedia a las páginas sobre la dictadura tiene mucho más que decirnos del momento histórico que dos horas de montaje neutro. Que tal vez no era el punto de Sergio López Vigueras con Gaspar y Violeta, tal vez buscaba sólo un escenario que no pretendía explorar de ninguna forma que no fuera ambiente, para hablar de algo más íntimo. Pero eso tampoco sucede. Nunca sabemos en realidad quién es Gaspar (mucho menos el resto del grupo). La única escena que se nos presenta de un pasado que pudo haber formado su pensamiento y personalidad llega ya muy cerca del final de la obra, cuando él en nuestras cabezas ya se ha diluido con el resto del tablero de ajedrez conformado sólo por peones.

Cada diálogo, cada acción que Gaspar toma parece sacado del manual para enfrentar a la autoridad totalitaria escrito por Steven Spielberg y George Lucas. Un boceto de personaje aferrado al paradigma del arquetipo atrapado en una narración tan imprecisa y superficial que así como nos habla de Chile en 1973 nos podría estar hablando de cualquier otro enfrentamiento real o ficticio al que le quede el saco, dada la falta de detalle. Y en una escena teatral mexicana donde se han hecho recuentos potentes y valiosos de lo sucedido en Argentina, Venezuela, Bolivia, éste de Chile se siente como una oportunidad perdida a realmente ponernos a recordar, pensar y animarnos a abrir los ojos a realidades que se repiten cuando dejamos de poner atención.

Por encima del texto, la direccion de López Vigueras también encuentra su propia desazón en un tono que jamás se asienta para decidir desde dónde quiere pegarnos. Inicia en este recoveco a la Disney con un villanazo de caricatura hecho por un Horacio Trujillo al que sólo le falta acariciar un gato mientras habla, para después pasarle la batuta a un Gaspar, interpretado por Alberto Certz, que se toma con total seriedad y dramatismo a su personaje, para luego interrumpir con momentos musicales a la Emilia Pérez, regresar con una Violeta Parra que vive en el eterno éter, para asestar un golpe final con Tony Corrales soltando chistines durante su paso por el montaje desde el pastelazo y una intención más cercana a aquella del teatro infantil.

La puesta no termina por ser un drama, una comedia o un experimento musical. Y continuamente se llena de «hubieras». Dentro del epílogo, Violeta Parre alude a crueles y sangrientas violencias suscitadas en ese mismo periodo que nos dejan preguntándonos, ¿por qué lo que yo vi estuvo tan sanitizado entonces? Y en ningún lugar pareciera más perdida que cuando llega la escena final y López Vigueras decide que ha tenido suficiente de Violeta Parra y nos deja el cierre en la melodía y palabras de Pablo Milanés con Yo Cruzaré Las Calles Nuevamente.

Es muy claro que para Gaspar y Violeta había muchas ideas flotando en el aire, pero faltó el criterio para editarlas. Usar las que hicieran sentido, meter las otras en un baúl. También es claro que para los involucrados, la historia de este guerrero que valerosamente enfrentó al sistema con las mínimas posibilidades de ganar daba para toda una obra de teatro que pudiera resultar inspiracional y hasta romántica, pero quizá la información disponible sobre él no era la necesaria para esculpirlo en tres dimensiones, o quizá ficcionarlo redondito, y tal vez voltear hacia otros lados mucho más ricos, imponentes y dolorosos de este episodio en la historia de Chile hubiera fomentado un documento realmente preciso e impactante. Como fuera Gaspar y Violeta es un desatino de un director y dramaturgo usualmente mucho más certero. Una palmadita a la historia clave de Chile donde se necesitaba un golpe de a puño.
Gaspar y Violeta se presenta lunes y martes a las 8pm en el Teatro Helénico.