El guilty pleasure más entretenido de la TV acaba de estrenar en Netflix. La Casa de las Flores podrá no ser perfecta, pero tiene una cosa que resulta aún más importante: es memorable.

Manolo Caro se acaba se aventar un home run como nunca había hecho en su carrera. No que su carrera no fuera de entrada exitosa, pero jamás habíamos visto que un proyecto suyo se convirtiera en la conversación de todo un país como La Casa de las Flores lo consiguió el mismo día de su estreno en Netflix.

Y razones para ser este bólido viral que simplemente no podemos parar de consumir capítulo tras capítulo, como si de papitas en una bolsa se tratara, tiene y de sobra.

La historia, especialmente en su inicio recuerda bastante a Desperate Housewives. Es una muerta la que nos introduce y despide en cada episodio, y es ella la razón por la que el resto de la historia comienza con un corte de listón. Luego del suicidio de Roberta, la amante, en La Casa de las Flores (literal una florería gigante) toda la familia De la Mora se ve sacada de su aparente y perfecto equilibrio para empezar a brillar con sus verdaderos colores. Y decimos brillar, porque ahí donde sus defectos deberían de hundirlos, estos personajes sólo se vuelven más carismáticos. Las cosas se complican aún más cuando descubren que Casa de las Flores hay dos, la florería y un cabaret del que Roberta era encargada y que ahora ha quedado tan huérfano como la hija Micaela que les deja encargada.

La matriarca, Virginia (Verónica Castro), una mujer mucho más preocupada por el qué dirán y mantener una imagen impoluta, luego de descubrir que lleva años compartiendo a su esposo con otra, se convierte en una vengadora de clase sofisticada y dealer de marihuana en sus tiempos libres; Paulina (la extraordinaria Ceci Suárez) como la hija mayor, descubre un secreto de sus padres que la aleja como nunca de la familia, y al mismo tiempo se ve obligada a pedir la ayuda de su ex marido, una mujer transexual ahora de nombre María José (Paco León); Elena (Aislinn Derbez) pone sus planes de casarse con un hombre negro y vivir en Estados Unidos en pausa para ayudar a su familia, pero poco a poco se va enamorando de Claudio (Lucas Velázquez), el encargado del cabaret; Ernesto (Arturo Ríos), el patriarca, termina en prisión, y Julián (Darío Yazbek Bernal) se descubre bisexual y partido en dos por Lucía (Sheryl Rubio), la novia que ha tenido toda la vida y que le provee estabilidad y status, y Diego (Juan Pablo Medina), el asesor financiero de la familia al que verdaderamente ama, pero cuya presencia oscurece sus planes de una vida perfecta.

Si lo anterior les suena a telenovela es porque lo es. La Casa de las Flores no oculta sus orígenes melodramáticos, con personajes tan llamativos como exagerados y los clásicos paradigmas de la comedia que veía tu mamá antes de dormir. Desde la muchacha, Delia (Norma Angélica), a la que se le confía todo, la vecina chismosa, hasta los desmayos de la Vero Castro. Pero ahí donde las telenovelas caen en lo repetitivo y alargado, Manolo Caro se sabe concentrar en episodios de media hora que avanzan a velocidades estratosféricas, para presentarnos uno a uno a personajes nuevos, casi hasta el final de la temporada. Todo aderezado con un humor muy especial, que definitivamente no es el de la telenovela clásica.

El elenco se divide en buenos y malos actores, que se mezclan como lechugas en un bowl de ensalada, y de entre todos, Cecilia Suárez con su Paulina de la Mora (y ese tonito del que la gente no para de hablar) se coloca en la cima como el personaje más icónico de la serie, uno con el que Ceci Suárez se arriesga y al que se le nota un trabajo de por medio que, si bien no será del gusto de todos, es sin duda un clásico instantáneo. Aislinn, por su parte le otorga naturalidad a la familia y una sencillez bien recibida en esta universo de locura, mientras la Vero, siendo simplemente ella, si bien carece de la elegancia de una mujer de sociedad, tiene toda la simpatía para compensarlo.

Flaquean, sin embargo, Darío Yazbek en un tono acartonado, rescatado constantemente por sus compañeros de escena, y la misma Claudette Maillé (la muerta), que al no estar físicamente presente y tener que lograr un personaje en voz en off se percibe poco completa y leída, ahí donde el resto de los papeles se construyen desde un lugar poco minimalista.

No empecemos ni a hablar de la fotografía y diseño sonoro porque son las debilidades más grandes de Casa de las Flores. Constantes caras amarillas por las que no pasó la corrección de color, y escenas de audios doblados que se sienten casi espectrales amenazan con tumbar el trabajo que en otras áreas se manejó con mucho más detalle; desde el Arte que en Casa de las Flores es un personaje más, hasta en la selección de drag queens para el cabaret, entre las cuales se encuentra una Paulina Rubio que, después de Paulina de la Mora, se convierte en el segundo personaje más icónico de la comedia.

¿Perfecta? La Casa de las Flores está lejos de serlo, pero lo que logra Manolo Caro que otros muchos no consiguen, es hacer de ese kitsch que envuelve su producción entera uno de los valores más fuertes de la historia, distraer con sus piezas fuertes de lo que en el fondo se está cayendo a pedazos y entregar una historia barroca, divertida e inolvidable, que da para múltiples temporadas que seguramente no nos cansaremos de ver pronto. Y si Netflix se pone inteligente, les estará firmando una tras otra como pan caliente.