Un intenso naufragio pone a prueba la humanidad de una niña que va huyendo de la guerra en La Niña, La Barca y El Canario, una imaginativa puesta de Mauricio García Lozano que nos transporta en medio del infinito mar en un bellísimo texto de Maribel Carrasco sobre la migración forzada, y ante todo, con una María Penella que se luce como un canario viviendo en frenesí cada instante de esta peligrosa travesía como el personaje más extraordinario que uno se podría topar en teatro.
No hay nada más bello en teatro que ser sorprendido. Que te agarren con la guardia abajo. Y eso es lo que tiene La Niña, La Barca y El Canario, una obra que insiste en guardarse pequeñas sorpresas debajo de la manga para írtelas soltando como develando cuartos cerrados con llave, cada una tan emocionante como la anterior. Empezando por la mera visión de una María Penella sentada en el lateral izquierdo del escenario, con una especie de frac deconstruido, una camisa blanca que se va pintando de amarillo, una melena alborotada color limón eureka y gafas circulares desfasadas una sin mica oscura. En la obra, María es el canario del título. «Canarito». Y qué sorpresa tan exhilirante es verla aparecer desde el incio.

Mauricio García Lozano nos recibe en una tierra gris. Un montículo de objetos convertidos en basura, cortesía del excelente escenógrafo Jorge Ballina que en esta obra vuelve a demostrar por qué su nombre está en boca de todos en esta industria. Una niña (Patricia Loranca) logra escapar de entre los escombros, resultado de un territorio en guerra, y aunque ha quedado sola, se encuentra entre objetos de una vida que ya no es a su pequeño canario (María Penella) en una jaula. Uno que no puede cantar, pero es especial para ella. Y aunque su abuela (Verónica Langer) ya no está con ella, su voz parece guiarla, y la urge a salir huyendo.

Así, niña y canario llegan al mar, en un momento francamente especial de la obra en el que los escombros de Ballina se abren para abrirle paso a una alberca en medio del escenario. Un literal espejo de agua, que al menos yo jamás había visto algo similar en Foro Lucerna, no en esa magnitud, que se convierte en la pieza central de toda la obra. Porque en cuanto ambos se suben a un barco, formado con maletas, para huir de su tierra buscando nuevos parajes seguros, quedan atrapados en medio del océano por el resto del montaje. Y qué excepcionales momentos logran hacer con eso.

Pareciera que Mauricio García Lozano se puso solito la soga al cuello, confinando a sus personajes a un metro cuadrado rodeado de agua por más de sesenta minutos. ¿Y qué tanto puede hacer con eso, se preguntarán ustedes? La respuesta es: inexplicablemente muchísimo. Ayudado por la también ultra estética iluminación de Ingrid Sac, García Lozano no deja de crear nuevas ilusiones. Un cielo nocturno, un sol abrasante, una peligrosa tormenta, la niebla de un clima húmedo y tasciturno. Ese mar nunca deja de mostrarnos nuevas caras, y de mantenernos en constante tensión, alertados por lo siguiente que le pueda pasar a la niña y el canario.

Días pasan, la comida y el agua se van acabando, el solo enrojeciendo, la soledad y el hambre tomando posesión del cuerpo, y ahí sin otra compañía más que la una al otro, la niña, que es la humana en la ecuación, ve puesta a prueba su capacidad de mantener el temple, la cordura, la amistad y hasta el cariño; mientras el «Canarito» la urge a no soltarse, mientras hace lo posible por recuperar su capacidad de cantar, que tal vez pueda ayudarles en algo, y la visión de una abuela que nunca los ha dejado, aún cuando se mantiene al margen, finalmente no puede estar ahí para sostenerles la mano, pero sí para ser esa motivación que les permita tomar una nueva bocanada de aire.

Maribel Carrasco (dramaturga) nos habla de la migración forzada y la guerra desde una mirada inocente. Reduce un conflicto tan magnánimo, que además hoy pareciera ocupar el centro de toda conversación y abrumarnos de manera constante en medio de la impotencia, a una historia individual desde la cual puede pegar a partir del específico y el lado emocional. Ahí donde nos vemos tentados a racionalizar un tema que se presenta político, Maribel nos regresa a la empatía de lo humano. Nos recuerda que en medio de la humareda lo que hay de por medio son niños, sus abuelas, sus mascotas, sus casas, su instinto de supervivencia, su hambre, sus ganas de huir, su terror a perder el hogar, la incertidumbre de encontrarse lejos de todo y todos buscando mantenerse con vida. Dos criaturas. Una niña y un canario perdidos en una barca porque no tuvieron de otra.

Mauricio García Lozano toma esa contención, la belleza en la simplicidad de lo que Maribel Carrasco tiene que decir, y hace con eso algo hermoso. Una visión potente y al mismo tiempo encantadora. Algo que, en efecto, tiene ese acercamiento infantil, como un oscuro cuento para niños, la historia de La Niña de los Cerillos en el mar, que nos permite entender el tema desde una perspectiva noble. Y no hay nada más conmovedor que eso.
Y luego está Patricia Loranca que no hay un sólo momento durante la obra en el que no esté en un presente desesperado. Una actriz tan honesta que no tiene más que mirar a la lejanía con ojos de anhelo para quebrarte en la butaca. Y que, no se equivoquen, al lado de la genial María Penella tiene momentos enormemente graciosos y divertidos, así como otros de mucha nostalgia, porque la obra no se la pasa bajo una nubre negra, verlas batallar por la última migaja de pan podrido, es triste en contexto, pero la escena levanta carcajadas. Como las olas del mar, La Niña, La Barca y El Canario nunca deja de mecernos en aguas que no se mantienen quietas, y eso es lo precioso de la obra, jamás se estanca.

Y bueno, sobra decir, y porque no lo quiero dejar pasar, aún cuando lo describí al inicio, que Jerildy Bosch también se luce con el diseño de vestuario. Un concepto que juega al mismo estilismo que el resto de los creativos, una desolación que es oscura, pero al mismo tiempo aniñada, pero que en su caso tiene la difícil tarea de volver persona a un pájaro, sin caer en el desatino de una botarga. Y lo que propone para la escena está cargado de ingenio y sentido del humor. Con guiños sutiles pero relevantes a la cultura en Medio Oriente. Al tiempo que se amalgama con un cuadro que García Lozano propone muy redondito, cada pieza en su lugar.

La Niña, La Barca y El Canario es una sorpresa. Lo dije antes y lo repito ahora. Desde el nombre, uno no sabe lo que le espera. Y ya allá adentro, la secuencia de revelaciones te toma por el aliento en un constante «no lo veía venir». Un relato que tan fácilmente hubiera podido caer en lo monótono, que en manos de este grupo de maestros teatreros nunca se recibe como simple, sino como audaz. Un nafragio en medio del océano que como las profundidades de la misma marea en la que está trepado este viaje a quién sabe dónde, es infinitamente profundo y ahí en la oscuridad repentinamente fantástico.
La Niña, La Barca y El Canario se presenta viernes, sábados y domingos en Foro Lucerna.