Los Caballos Fueron Cobardes, adaptación libre de la Señorita Julia de Strindberg, se toma muy en serio lo de «libre» y termina por convertirse en un desastre de proporciones épicas.

Curioso que justo ahora que en el Teatro Milán se presenta una versión de Señorita Julia de August Strindberg, La Teatrería haya decidido montar su propia versión, escudada bajo el término «adaptación libre» para recontar el relato de una mujer aristócrata y el capricho que la lleva a enfrentar y a enamorar a uno de sus criados, de una manera tan burda y poco ingeniosa que del texto original lo único que permanece rescatable es el cascarón.

Aunque la adaptación del mexicano Josué Almanza respeta la narrativa original, en cuanto a que relata la misma anécdota de la mujer de familia bien colocada que durante un baile de sociedad busca las atenciones y afectos de su criado (en este caso, el chofer de la familia), un hombre que no sólo no pertenece a su posición social, pero que además está comprometido a casarse con la cocinera de la familia; amenazando el balance de sus posiciones y buscando la confrontación a través de una lucha de poder que no puede sino terminar en desgracia, el dramaturgo elige ignorar la sutileza y elegancia con la que Strindberg enfrenta a sus personajes no sólo con palabras, pero con pequeñas acciones (como lo puede ser el obligar a otro a besar un zapato) y se decide por el asalto obvio y fácil en un intento por volverse provocativo haciendo uso hasta aburrirse de la palabra «puta».

La Julia de Almanza no sólo se dibuja como una villana digna de cualquier telenovela de Carla Estrada, pero además se ve rebajada a una mujer movida mucho más por el calor de su cuerpo que por la inteligencia y la ambición; una Julia humillada por la penetración anal que en vulgares palabras se le acusa de disfrutar y que el mismo Strindberg no podría reconocer jamás. Sádica y caprichosa, el personaje en las líneas de este texto es más una niña necesitada de un «ya basta» que la ingeniosa mujer que en 1889 ya cuestionaba la posición de la mujer frente al hombre en sociedad.

Y así lo entienden también los actores. Laisha Wilkins, como esta Julia en desgracia, se pierde por completo sobre un escenario en una actuación que pertenece a los sets de televisión. Exagerada y dramatizada al estilo de Televisa, y con un volumen de voz tan acostumbrado a los micrófonos que no alcanza a llegar ni a la tercera fila de La Teatrería.

Marco de la O, en estereotipo de galán Bandamax, se torna gris y desmotivado ahí donde debería de ser una figura de absoluta imposición; un hombre, el único hombre, capaz de ponerse al tú por tú con la inteligencia de Julia y llevarla a consecuencias irremediables. Luz Ramos, sin embargo, es la gran rescatista del grupo. La única entre el elenco verdaderamente haciendo su trabajo con una Cristina que conoce su posición, pero no por eso se disuelve en el fondo. Lamentablemente no está en ella levantar una obra que le pertenece a otros personajes.

La producción se termina de armar con retazos con un vestuario que simple y sencillamente se percibe barato (siendo que Julia tendría que verse alzada y magnífica en cada escena) y que a él le queda tan grande y desvalijado que el cinturón le da vueltas hasta la espalda. Un trabajo poco detallista que resulta hasta incapaz de combinar los colores de un zapato; una música de fondo intrusiva y dramática, al mismo estilo telenovelero con el que está manejado el resto de la puesta, y una escenografía en madera que amenaza con caerse cuando los actores la alcanzan a rozar.

Los Caballos Fueron Cobardes quiso ser valiente apropiándose de uno de los textos clásicos más aplaudidos, pero de valentía no vive el teatro. Esta vez, La Teatrería perdió la batalla.