¿Acabamos de ver nacer una estrella? No, esperen… varias. En Siete Veces Adiós dirían polvo de estrellas, pero nosotros vimos astros completos, en la obra, en la música, en la dirección, en el texto, las actuaciones, la escenografía e iluminación, vaya hasta en el vestuario, todo es francamente estelar. Puede ser, sólo quizá, que Alan Estrada, Jannette Chao, Vince Miranda y Salvador Suárez acaben de estrenar el mejor musical mexicano desde El Último Teatro Del Mundo. Y eso no se dice fácil.

¿Cuánto dura un corazón roto y qué tan pendejo es el que se enamora?

Dos de varias preguntas que Alan Estrada y Salvador Suárez se hicieron al momento de escribir el libreto de Siete Veces Adiós. Dos «novatos» en la dramaturgia, que con su primer proyecto se pusieron la complicada tarea de tratar de reinventar el formato del montaje musical tradicional, ponerlo de cabeza, mezclar la narrativa del song cycle con la estructura de una obra a tres narradores, y parir a un nuevo bebé, que sí es musical, pero también operetta, que evade la cronología y se salta muchas reglas. Y pese a todo eso, Siete Veces Adiós cumple su cometido: te llega.

Lamore, grandiosamente interpretade por César Enríquez, nos da la bienvenida a una historia de desamor, que como Jason Robert Brown hizo con The Last Five Years, o en cine Marc Webb con 500 Days of Summer, no oculta desde el principio que la pareja frente a nosotros no tiene el «vivieron felices para siempre» que se nos ha vendido en las historias de fantasía.

Él y Ella, que podrían ser Ella y Ella o Él y Él, o Elles, se conocen, se enamoran, se van a vivir juntos, descubren todas las cosas que les pican el uno del otro, y en su aniversario número siete deciden terminar la relación. Esto en los primeros 10 minutos de la obra, que no trata per se de eso. Lo que se desenvuelve después del rompimiento es una serie de viñetas que nos regresan a los momentos clave de la relación de esta pareja, y dejan al descubierto la pregunta, ¿será que pueden resolverlo? ¿habrá posibilidad de que recuperen lo que perdieron, de que vuelvan a reconectar?

Lamore nos lleva de la mano por este viaje en el tiempo, que aguas, no es un flashback, el texto es mucho más ingenioso que eso, pero sí memorias a las que se acude en una necesidad de escavar, ¿dónde está lo que perdimos? Ella en algún momento se pregunta, ¿nos reíamos más de jóvenes?, y las letras de las canciones de Siete Veces Adiós lo aceptan: «Algo como lo nuestro no existe», sí, pero, «¿cuántos amores de tu vida caben en una vida?» también es una duda sincera.

Él, Ella y Lamore no cantan. Y he ahí donde la cosa empieza a ponerse novedosa. Están rodeados de un ensamble de músicos e intérpretes que toman las riendas de los números musicales, y a la vez atestiguan el desarrollo de la historia. Un poco como el concepto del coro griego, en el que además dejan plasmado clarísimo que una relación de pareja se vive de una manera muy pública, y son muchos los que acaban siendo partícipes de ella. Diego Medel, Mónica Campos, Esván Lemus y Alba Messa hacen de cada canción un espectáculo de voces impresionantes y armonías deliciosas, orquestradas por Jannette Chao y Vince Miranda, que hacen un trabajo genial de concebir todo un soundtrack de melodías especiales, cada una igual o mejor que la anterior, desde el opening con El Amor Es Un Invento y hasta el cierre con Y Después.

Mientras estos momentos fantásticos musicales suceden a su alrededor, Gustavo Egelhaaf y Fernanda Castillo juegan a la pareja dispareja: Ella, seria, madura, en busca de ser escuchada; Él, juguetón, risueño, con humor de tío y en tantos momentos, tan pero tan ingenuo. Es notorio que están parados en momentos distintos de la vida y que no embonan como tal vez alguna vez lo hicieron. Para Gustavo es sencillísimo hacernos reír, tiene frases bellísimas, chistes de papá que caen de manera brillante; y Fernanda está ahí para ser la voz de la consciencia. No todo puede ser juego, edonismo, egoísmo, y ella es la que mantiene los pies sobre la tierra.

Brillante es también César Enríquez que como Lamore va tomando distintas formas para interactuar con la pareja, y una de ellas, una vendedora del Oxxo, francamente se roba el show. Nos recuerda ese humor de la Prietty, en un espacio completamente ajeno que la vuelve un personaje hilarante.

Nuevamente la dirección primeriza de Alan Estrada se nota cuidadosa y trabajada. No es un proyecto que nació en mes y medio, pero que le tomó al equipo tres años lanzarlo. Y Alan prueba tener las evidencias correctas, las de los musicales que cambiaron la industria: Once, Spring Awakening, Hadestown, pedazitos de todas se pueden ver en sus trazos y figuras, y en la hermosa complicidad que armó con Jorge Ballina y Félix Arroyo para que la escenografía y la iluminación verdaderamente acompañaran su concepto y no sólo se sintieran estéticas sin razón.

Un cuadrilatero giratorio, una pared que se abre para revelar vidrio, aparatos de iluminación que suben y bajan para provocar contraluces bellísimos, texturas en madera y textiles en índigo y color vino; todo a la vista es precioso, es elegante, es sofisticado, y nuevamente, todo, especialmente la iluminación de los últimos dos minutos de la obra, está perfectamente hilado para que Siete Veces Adiós se te clave en el pecho.

Que bello salir del teatro con tanto orgullo por lo que se puede hacer en tu país. De llorar con gusto, llorar desde la vena de lo visual y lo auditivo y no el melodrama forzado; de disfrutar de voces únicas y arreglos increíbles que no caen en el clásico sonido noventero, o peor aún, en la cansadísima fórmula de la rocola. De disfrutar de un texto que, no se salva del cliché y la cursilería, pero se esfuerza, y se nota, que está tratando de contar algo distinto y con palabras propias. Que bella es Siete Veces Adiós, definitivamente una nueva estrella en el firmamento teatrero tan necesitado de astros que brillen a su favor.

Siete Veces Adiós se presenta viernes, sábados y domingos en el Nuevo Teatro Ramiro Jiménez.