Ellos se hacían llamar «Manada», pero una manada, a pesar de también remontar a un conjunto animal, viene de un lugar de familia, de protección, de unión, de compañerismo. Lo que los agresores sexuales al frente de la obra de Jordi Casanovas que Óscar Carnicero trae a México al Foro Lucerna son es una Jauría. Depredadores. Cazadores. Bestias. De ahí que la obra no se llame «Manada», como quizá ellos se hubieran autodenominado, sino Jauría.
Y ahí les va la cereza en el pastel: estos hombres son cien por ciento reales.
Basada en el caso que cambió las leyes en España de abuso, violación y agresión sexual, Jauría es una obra enteramente documental. Un recopilatorio de testimonios por parte de todos los involucrados en el caso, no ficcionalizados, pero si interpretados por la directora, Angélica Rogel, para hacer de lo que fue registrado de viva voz un momento teatral brutal.
Una mujer sola en Pamplona, luego de beber y convivir con un grupo de hombres, en apariencia amigables y, pues sí, borrachos, termina siendo llevada contra su voluntad a un cubículo donde es violada por los cinco, sin oponer resistencia, cerrando los ojos, siguiendo instrucciones, y siendo grabada por un celular durante la agresión.
Lo que para ella es el momento más traumático de su vida, que la deja sin habla y sin la capacidad de poder ponerle palabras a lo que le acaba de suceder -lo que la lleva a acercarse con extraños solamente a denunciar que le robaron el celular-, para ellos fue una gran noche de fiesta. Ni remotamente les pasa por la cabeza que han cometido un acto bestial porque no recurrieron a ningún tipo de violencia física, porque ella no se quejó, al contrario, fue sumamente dócil, lo que tendría que implicar que lo estaba disfrutando, y porque uno a eso va a Pamplona, a vivir al límite.
Razón por la cual cuando son arrestados y descubren que han sido denunciados por violación a los cinco se les viene el mundo encima. Y no son a los únicos. Espectadores y abogados se hacen mil preguntas, revictimizando una y otra vez a la sobreviviente, ¿por qué si no quería estaba con ellos? ¿Por qué si no quería accedió a besar a uno? ¿Por qué si no lo que vivió fue tan horrible se preocupó más por su celular que por su integridad? Ese tipo de cosas con las que hemos normalizado el justificar el abuso cuando no viene del lugar más obvio de película, cuando no sucede en un rincón a punta de pistola.
Los actores no dialogan con líneas sacadas de la imaginación de un dramaturgo que busca crear impacto a partir de lo hablado, pero repiten palabra a palabra lo que los verdaderos acusados y víctima mencionaron en sus testimonios tanto a la policía como al juzgado al momento del juicio. No hay voces ajenas, no hay ficción, no hay reinterpretación o estilismo. Y eso hace de Jauría un documento brutal, y más allá de eso, uno importante.
Lo que sí hay es coreografía. Angélica Rogel usa únicamente sillas y paneles para mover a su Jauría de un lado a otro del cuarto, como lobos esteparios. Mientras a la denunciante la mantiene prácticamente estática, manos en las piernas, sola al centro de un grupo que la orbita, le susurra al oído, la señala, le sonríe y entre ellos se abrazan y vitorean en compadrazgo carnal. Y cada que uno de ellos se le acerca al cuello es inevitable sentir escalofríos.
Sus escenas más violentas, sin necesidad de buscar un lugar gráfico o provocativo desde el asalto visual, son las del momento de la agresión, donde ella es lanzada como muñeca de trapo de unos brazos a otros, y forzada a moverse sin fuerza en sus propios brazos. La actuación de Ana Sofía Gatica es frágil y vulnerable, y especialmente dolorosa cuando todo ha acabado, pero son ellos los que resultan estridentemente aberrantes. Obvio, lo digo, hablando de sus personajes, porque como actores se dejan llevar por esta brutalidad hooligan hacia el lugar masculino más temible, y como ensamble lo hacen de forma formidable. Tan formidable que son aterrorizantes.
Y luego desesperantes y ruines cuando se transforman en la Defensa. En otro tipo de hombres. Ya no la Jauría hambrienta, pero en aves de rapiña, deshaciendo un cuerpo magullado en padacitos comestibles. No por maldad, quizá, no lo creo, pero por normalidad. Porque la agresión sexual usualmente viene acompañada de falta de evidencia y hemos vivido siglos en un mundo que considera al acusado inocente hasta que se le pruebe culpable.
La realidad más perturbante de Jauría es que la única razón por la que esa mujer, una en un millar, consiguió ganar lo inganable es porque sus abusadores estaban tan seguros de estar actuando en la legalidad que documentaron todo en video -cosa que en sí ya es un abuso para la que no accedió a ser grabada, pero ése ya es el menor de los males en esta obra. Y a las imágenes es más difícil cuestionarlas cuando resultan evidentes. Y aún así vaya que lo intentaron.
Jauría pega porque no es obvia. Porque enloquece el escuchar que ellos desde la ignorancia más honesta no están conscientes de qué fue lo que hicieron mal. Porque para muchos fue peor que uno de ellos hubiera tomado el celular de ella. Un robo. Un delito tangible. Porque incluso la obra te reta a dudar. Porque comparte lo fácil que es para un hombre grabar o fotografiar un acto íntimo entre dos y luego reproducirlo para sus amigos como trofeo. Porque oírlos decir «sí, para mí era normal» habla en megáfono de todo lo que está mal con el cómo estamos construidos. Y digo estamos porque pocos se salvan de no estarlo. Porque tal vez las siguientes, las nuevas generaciones crezcan con un chip distinto, pero para muchos de nosotros, la crianza nos enseñó a normalizar todo tipo de actos que apenas ahora reconocemos como violentos.
Angélica Rogel hace a un lado el estilismo. Y a pesar de jugar con un trazo que describe gráficamente la palabra Jauría, no busca embellecer o romantizar la escena. La permite ser gris y cruda. La hace poderosa.
Repito, Jauría es un documento valioso, no sólo por la veracidad de los hechos que nos permiten conocer nuestra propia historia, idealmente, en evolución; pero poque es a partir de voces que existen y existieron y fueron dichas ante una grabadora que descubrimos que la realidad en efecto supera a la ficción, que no hay necesidad de inventarse diálogos y situaciones para dramatizar la vulnerabilidad de la mujer, que no es cuestión de fantasía y exageración.
Se tiene que ver. Diría su productor, Óscar Carnicero, no se tendría que hacer, porque no tendría que suceder. Pero dado que sucede, se tiene que ver.
Jauría se presenta los lunes a las 20:30pm en el Foro Lucerna.