En espera de los hombres que se han cruzado a Estados Unidos buscando una mejor vida, las mujeres que se quedan pasan el tiempo bordando ansiando una noticia, una llamada por parte de los que se fueron. Ovillo, inspirada por el colectivo de Las Hormigas Bordadoras y la misma experiencia de su autora, Sonia Gregorio, es un pertinente retrato de un limbo en vida, donde el presente parece detenerse en una pausa indefinida, que en lugares como Oaxaca es pan de cada día.
En un tapanco del Teatro el Granero una adolescente vuela un papalote, uno que va cobrando significado con el transcurso de Ovillo, que pudiera hablarnos de aquellos que vuelan lejos de casa, pero también de la búsqueda por un tipo específico de libertad que no se consigue en cualquier lado, anclada y sostenida por un hilo a un lugar de origen que nunca termina de soltarles.

La escritora de Ovillo es Sonia Gregorio, originaria de Cerro Armadillo en Oaxaca cuya madre lleva veintiún años esperando el regreso de su hijo mayor, de modo que la obra en efecto tiene un sabor personal. También inspirada por el colectivo Hormigas Bordadoras de San Francisco Tanivet, Oaxaca, que bordan mensajes para sus familiares migrantes (y cuyo trabajo se puede ver expuesto en el patio del teatro), Sonia, quien también forma parte del elenco como actriz, escribe las historias de cuatro mujeres, dos pequeñas y dos adultas, que en un pueblo no especificado de México pasan las horas con hilo y aguja al lado del teléfono esperando noticias de sus más cercanos.

Para una, es un hijo el que se ha ido, pero más importante aún, el que parece haber desaparecido, porque lleva mucho tiempo sin saber de él, y la poca gente que pudiera conocer su paradero tampoco tiene noticias suyas. Su hija era tan joven cuando se fue que para ésta segunda en el ensamble es un hermano fantasma. Una especie de figura mítica cuyo nombre se susurra como el de una leyenda, y que ella ha idealizado como una franca fantasía, al punto de querer repetir su hazaña y amenzar de manera constante con también saltar el charco.

La otra mujer dejó ir a un marido cuando estaba embarazada. Y aunque la promesa existía en el aire de permanecer juntos a pesar de la distancia, el tiempo y la geografía fueron enfriando su relación hasta que él acabó por conseguirse otra mujer. Dejándola sola y con una hija a punto de cumplir quince años. Resignada a una traición inevitable, ahora planean la fiesta de quince de la hija que no conoce, quien a su vez se niega a identificarlo como su padre o a recibir gustosa regalos suyos porque para ella es un franco desconocido. Y repitiendo la historia de su mamá, apenas una adolescente, ella misma ya tuvo que dejar partir a un amor que a diferencia de otros, pero similar a tantos, cruzar la frontera le resultó en sentencia de muerte.

Las cuatro mujeres van alternando sus relatos, dejando a las otras bordando mientras ellas hablan. Y a pesar de un texto reiterativo en muchos sentidos, hay algo adecuado en la falta de progresión que termina por ser símil de estas personas que parecen vivir en un eterno bucle. Y que nos da la bienvenida a una vivencia que desde muy al principio es claro que no va a terminar con la llegada de nadie, sino en una espera extendida y prolongada cuyo final como el de un desierto que en el horizonte se pinta eterno, pareciera no tener manera de vislumbrarse.

Y aunque el bordado es un elemento visual muy presente, como las manecillas de un reloj, el texto de Ovillo no pareciera tener mayor uso para el tema, que acaba pasando de pretexto a elemento de utilería y jamás termina por asentarse en ningún tipo de conducto narrativo, dejando un poco la expectativa en el aire. Gregorio no hila su anécdota con su motivo, pero tampoco se regodea en ningún melodrama. Las jóvenes, que de algún modo han aprendido a vivir con la sombra de alguien que para ellas no es más que un miembro fantasma, se han acostumbrado a una vida con un ausente, y son más las mujeres mayores las que se niegan a levantar el ancla y permanecen más estancadas, pero sus vidas continúan, y lo que sí está bordado en la trama es el duelo de la lejanía, con los colores de la cotidianeidad.

Sonia Gregorio y Mariana Gándara (directora) no tienen intención victimizante. No hay condescendencia en su retrato ni la bruma de una desesperanza que a veces se alude, pero no devora a nadie. En muchos sentidos lo que hay en Ovillo es celebratorio. Un homenaje a mujeres que construyen vidas manteniendo la ilusión de otras que no saben si van a volver a existir, de trabajadoras, de madres solteras, de constantes en familias resquebrajadas, que de hecho termina en absoluta pachanga con la emocionante llegada de la banda Mixanteña de Santa Cecilia cuyos instrumentos de viento comienzan a sonar pos los pasillos del teatro y terminan por rodear al público en una fiesta con baile y mezcal.

Y pudiera ser un distractor, como tal vez para estas mujeres también lo sea, pero al final funciona como un cachito de algo muy vivo en un letargo que pareciera tener la calma de agua de lago, de ésa que uno puede ver sin ondas en la superficie, temiendo todo el tiempo por lo que hay debajo. Que a excepción de una incomprensible distribución de asientos con público sobre el escenario, que no suman mucho más a lo que los tres frentes del Granero ya ofrecen, hace de la experiencia una inmersiva en una obra que urge a recordarnos que estas historias no son lejanas ni distantes, pero representativas de muchísimos a nuestro alrededor. Y que hoy, más que nunca, en un Estados Unidos de políticas migratorias violentas y radicales resuena para recordarnos que no son cifras las que estamos viendo ser instrumentalizadas en favor político, pero hijos, hermanos, esposos y padres.
Ovillo se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en Teatro El Granero del CCB.