David Olguín evoca memoria engrandecida a partir de El Zoológico De Cristal de Tennessee Williams en una adaptación que hace cine del recuerdo y nos transporta a una escena tan manipulada como lo efímero de aquello que quisiéramos recordar pero el tiempo ha empezado a transformar, o la subjetividad ha empezado a amañar, para entregar una Glass Menagerie de aciertos y desaciertos pero sin duda un concepto por el que valía la pena apostar.
La obra primordial de Tennesse Williams, ciertamente inspirada en su propia vida y familia, siempre ha sido un trabajo sobre la memoria. Tom, el narrador de El Zoológico De Cristal, nunca ha tratado de ocultar que aquello que se presenta en un teatro a contarnos son sus recuerdos, y que al serlo, pudieran no ser del todo certeros o enteramente confiables. David Olguín (director y adaptador) toma ese pedazo de verdad sobre la obra para armar con ello un concepto aún más ilusorio. Y nos presenta a dos Toms. El Tom autor del futuro que se da el lujo de editar sobre su propia memoria en tiempo presente y el Tom joven de su pasado que no es sino personaje, interpretados por dos distintos actores. Y los va entremezclando como la memoria misma donde nuestra percepción del yo no respeta tiempos y formas.

Y utiliza otro detalle, las muy comentadas escapadas de Tom al cine, para hacer con sus recuerdos algo que haría sentido para él. Una proyección del drama al estilo de las películas en los 40’s, como la película de su vida, que a momentos, él se sienta entre el público a observar como espectador. A excepción de un par de momentos donde Olguín permite que Tom modifique su propia presencia del pasado, la trama de Williams se mantiene.
Amanda, ha tenido que batallar para criar a sus hijos sola, luego de haber sido abandonada por un marido, cuya presencia nunca deja de sentirse y hacerse presente en el hogar a partir de un retrato que pareciera seguirlo invocando como un vigilante; mientra Tom, que trabaja en una fábrica de zapatos, hace lo posible por apoyar económicamente aquello que su padre dejó desatendido, sin jamás en realidad lograr regresarle a Amanda la capacidad de lujo y presencia de sus años mozos en el sur.

Cansado y con el sueño de poder escapar de su realidad y huir con los marinos, Tom pasa las noches fuera del hogar y en el cine hasta altas horas de la madrugada con tal de no regresar a una casa donde su madre vive eternamente obsesionada con que su otra hija, Laura, una introvertida veinteañera con una cojera provocada por una enfermedad infantil y una colección de figuritas de cristal que parecieran ser su única compañía, consiga un pretendiente que quiera casarse con ella. Fatigado por las constantes peticiones de Amanda de ayudarla a buscar prospecto para Laura, Tom se decide a invitar a Jim a cenar, sin saber que él es precisamente el hombre del que Laura vivió enamorada en sus tiempos de estudiante.

La dirección de Olguín lleva a todo su elenco a la exaltación y sobrecocción de sus personajes, que de algún modo hace sentido con la percepción de un Tom que al acceder a su recuerdo ha hecho farsa de su propia familia, y que en papel pudiera presentarse precisamente como el tipo de melodrama de las películas que él traería en la cabeza y serían su fuente principal de inspiración como escritor de su propia alterada narración, pero en escena la fórmula no siempre llega a buen puerto.

La de por sí delirante personalidad de Amanda, en manos de Laura Almela se construye desde un lugar sumamente fabricado, donde más que síndrome protagónico, su desconexión con la realidad se lee postiza, y más que evocar a las Joan Crawford y Bette Davis del pasado que, vaya, de sutiles no tenían nada y su tipo de acting sin duda se acomodaría a la recreación del cinéfilo Tom, acaba pasando por un filtro artificial que, además, siendo el personaje enorme que es, establece el tono entero del montaje. Miguel Cooper, como el Tom de muchas temporalidades, entra al mismo juego, y a pesar de que hace una cosa inteligente al dotar de cierta codificación queer a un personaje que de muchas maneras representa al mismo Tennessee Williams cuya homosexualidad siempre influyó en sus escritos, también se vuelca a lo sobre-adornado, en su caso sin tanta predisposición, tomando en cuenta que Tom no tendría en realidad por qué hacer de él mismo una caricatura, donde hace más sentido en otros miembros de la familia.

Donde el tono encuentra de manera cómoda su lugar es en Anaïs Umano que en un absoluto pez fuera del agua, como lo es Laura, la cantidad de manías e incluso el acento extranjero de la actriz, la separan del resto y la señalan como diferente, para finalmente botarla y segregarla como lo estaría Laura, para que podamos entender la ansiedad que el mundo allá afuera le provoca como una persona que pareciera no caber en ningún tipo de caja ordinaria. Ya ni hablar de la caja etiquetada como «esposa» o «hija ideal». Y que, en efecto, la convierte en el unicornio de su propio zoológico de cristal, un caballo con un cuerno de más. Umano lleva esa sensación a un lugar duramente reconocible, pero al mismo tiempo conmovedor, y crea tierna y finalmente descorazonante mancuerna para el acto dos con el Jim de David Juan Olguín que pareciera hacer guiños a lo simpáticamente pillo del Frank Sinatra de la pantalla grande.

De las cosas más emocionantes del montaje es el enorme aparato escénico de Gabriel Pascal que, con su diseño de escenografía, cubre el Teatro el Milagro con la carcasa de madera de lo que podría ser un barco encallado, como aquellos que Tom sueña con abordar para escapar de su vida, y al mismo tiempo una especie de globo de nieve, ésos que tenemos tan relacionados precisamente con la memoria de un momento específico congelado en el tiempo. Un enorme costillar que hace de la escena algo magnífico y en su misma capacidad grandilocuente, algo fuera de la realidad. Cuyo fondo negro es usado para proyectar el retrato del padre de Tom y escenas de distintas películas de época que de algún modo cumplen la misma función de acercarnos a la mente espectante de un Tom que ha puesto sus palabras en papel, pero sus recuerdos en celuloide.

Olguín no crea un montaje sencillo o especialmente amigable, todo lo contrario su Zoológico de Cristal es cerebral y compleja, y en ese sentido no del todo universal. Una pieza que deja la visión del adaptador muy clara y muy plasmada para quien la quiera tomar como una dentro de mil y más posibilidades de abordar un clásico ya en su momento ganador del Pulitzer, que no requiere seguir regresando pulcro a los escenarios, consciente de que no toda audiciencia encontrará en la propuesta lo siempre reconicble de Tennessee Williams. Finalmente un trabajo de autor que, como la pretensión de este laudeado texto, y la compulsión de su Tom, consigue grabarse en la memoria.
El Zoológico De Cristal se encuentra actualmente fuera de temporada.