Un excepcional trabajo de contención y foco, El Final de Samuel Beckett está en muy buenas manos con un Arturo Ríos al que es imposible quitarle la vista de encima… aún si por dos horas se mueve lo mínimo, y una Ana Graham, en la silla de directora, que hace todo por permitirle al texto brillar por lo que es, y a su actor dominar la escena, delineando de manera ultra puntual lo suficiente para hacer de El Final un evento memorable.
Menos conocida que su característica «Final de Partida», con El Final Samuel Beckett se sale de los confines del teatro del absurdo para entregar una historia mucho más contenida, lineal y ciertamente mísera, sin perder jamás los cuestionamientos existenciales que lo han hecho un autor reflexivo, con un unipersonal que lleva a un hombre indigente y anciano a esperar la muerte, mientras su cuerpo comienza a deteriorarse y la pobreza lo deja tirado como pañuelo usado contando los minutos finales.

Nuestro narrador sin nombre recorre las calles de algún país europeo, de la ciudad a la campiña, después de ser despedido por un refugio que hace lo mínimo por darle una nueva oportunidad ante la vida, con un poquísimo de dinero y algo de ropa usada, que el hombre usa para sobrevivir mientras va viendo cómo se le esfuma como agua en las manos, para eventualmente dejarlo de lo más despojado y desprotegido, escarbando entre la suciedad, lo roído y lo abandonado por un huequito en el que pueda pasar sus últimos días, entendiendo que su cuerpo ya no le da para más.

Beckett le permite a este hombre absorber su realidad por lo que es. Y a pesar de entregar un relato infeliz, que no podría ser de ningún otro modo, la narración se lee como una pequeña aventura de un héroe que no vive de la auto-compasión, sino de la resignación y una gran capacidad de habitar el presente. Lo que es realmente sorprendente de la puesta en El Granero es la visión de su directora, Ana Graham, que tomando este monólogo que es -en toda medida- una travesía, lo despoja de movimiento, y nos deja fríamente parados más con el pensamiento y no con el recorrido.

De modo que el entero de la puesta, Arturo Ríos se balancea en una tarima que no podría medir más de un metro cuadrado. Un cuadrito mínimo que quizá representa lo poco que él tiene en este mundo, el poquísimo espacio que ocupa, la entera extensión de sus capacidades como ser humano en una sociedad capitalista; con un banco que se amarra a la pierna, como un grillete, la banca del indigente que arrastra por doquier, que de algún modo lo ancla también a esta vida donde ambicionar es simple y sencillamente para otros. No para él. En un acto continuamente malabarista, donde el suelo no está estable, pero tampoco lo termina por tirar.

El símbolo es portentoso, pero más allá de su capacidad vocal y un concepto finalmente estilístico y poco predecible, Ana Graham obliga a Arturo Rios a despojarse de toda armadura de trazo y movimiento. Nos deja a solas con él. Y nos obliga a verlo. Realmente a verlo. Y a escucharlo. Y a entender que la historia de este hombre no es una odisea grandiosa de salvación y rescate, pero finalmente una serie de últimos pensamientos de un hombre anciano que ya no tiene mucho más que su capacidad para relatar. Lo único que le queda es justamente su historia.

Entonces, claro, es precisamente Arturo Ríos el que encandila segundo a segundo. Y la cosa es, no sólo desde su capacidad narrativa, que como juglar es excelso y hace del ritmo del texto una trabajo maestro de pausa y entrega; pero también en su mirar. Ojos constantemente cristalinos, que cuando menos te lo esperas le están mojando la cara. Una mirada hundida llena de una vida entera con sus pequeñas victorias y sus muchos arrepentires, que de algún modo consigue envejecer y marchitarse frente a nuestros ojos, con ninguna otra cosa que una interpretación básicamente inmóvil que encuentra la forma de evolucionar en detalles sutiles.
Lo que hace Arturo Ríos en El FInal lo inmortaliza. Un trabajo clásico y para todos los tiempos de ésos que distinguen a los grandes actores del resto. De ahí también que es muy hermoso que Ana Graham simplemente lo deje suceder. Y no con eso significa que no se guarda uno que otro momento de sorpresa bajo la manga, pero sí que tiene muy claro que menos es más, y que lo bien colocado no necesita más que de un instante para acompañar desde la finura. Como un broche en la solapa.

Lo que en escena se contiene, en el habitat del teatro se transforma en experiencia. Porque El Final de algún modo abarca hasta la entrada de El Granero. La puerta se abre por detrás, lejos de donde usualmente uno accede a butacas, y nos permite pasar por un museo de objetos perdidos y líneas impresas que una vez iniciada la obra queda muy claro que nos acercó a acceder a la ficción desde el universo de este hombre, como si para llegar a él en su despedida primero lo hubiéramos conocido por mementos.
Entonces El Final, al final, es interpretación y atmósfera. Un centro, un corazón que es homenaje al poder de la actuación y a uno de los grandes del teatro mexicano (cuya impresionante trayectoria se puede ver en fotos en el lobby del teatro), envuelto en una fina capa de adorno Beckettiano que le permite a la obra ser un poquito inmersiva y un muchísimo íntima. Un pedazo de precioso teatro.
El Final se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en Teatro El Granero del CCB.








