Calle Amor es una denuncia con megáfono. Bella, teatral, electrificante, una protesta a muchas voces, muchos gritos de todo lo que está mal con la crianza patriarcal que nos ha dejado una idea tan errónea del amor, del teatro, del arte, de la educación, de los roles de género, de lo que tenemos que aguantar. Un triunfo más de 25 Producciones que nuevamente mezcla lo bello de la ficción con lo crudo de la vida allá afuera.
Hay dos cosas que me resultan curiosas, antes de entrar de lleno en las mil y un razones para correr a ver Calle Amor. Una, que en el último mes yo he escrito dos críticas a dos distintas obras, a las cuáles señalé de arcáicas y retrogradas por sus discursos anticuados del amor y el papel de la mujer y el hombre en las relaciones, que nace de conceptos binarios y machistas, y que hoy en día no deberían tener cabida en nuestro teatro porque perpetúan modelos anacrónicos y me atrevería a decir, dañinos, del amor romántico.
Dos. En el último año he sido testigo del camino que teatreros alrededor del mundo están forjando para resarcir el daño hecho al papel femenino en la ficción, y la creación de nuevas historias y propuestas inclusivas no sólo dentro de los relatos, pero hacia afuera con mayor diversidad de creadores, con e, que incluyan no sólo a hombres cisgénero, heterosexuales, pero a todo tipo de personas que tengan algo que decir. Me refiero a obras como Six, como & Juliet, como Julieta Tiene La Culpa, que se han juntado todas en un mismo discurso: los textos que tenemos idealizados nunca han sido benevolentes con la mujer o el diferente. Y todos, casualmente, cargan con la mirada masculina a sus hombros.
De modo que Calle Amor comienza con una pequeña recreación de Señorita Julia de Strindberg, escrita en 1988, en el que la protagonista, liberal, rebelde y sexosa para la época, encuentra la muerte con manos propias para el final de la obra; mientras el otro personaje femenino, Cristina, pasa dormida gran parte del montaje. De 14 actores en el elenco, ha sido precisamente Cristina la más representada por las actrices de Calle Amor.
Señorita Julia es sólo la primera gota en salir del grifo. La grande y variada compañía de Calle Amor rompe la cuarta pared con micrófonos de mano, en pos de franca protesta disfrazada de espectáculo para las masas, para esclarecer que lo que van a presentar por la siguiente hora y media son distintos escaparates de la forma en la que el cine, el teatro, la literatura y el arte nos han hecho creer en un amor romántico idealizado que en su no existir sólo ha jugado con nuestra capacidad de aceptar el acto verdadero de amor sin pretenciones y mamonerías inalcanzables.
Desde Disney, que como dejan claro, jamás ha hecho de sus protagonistas gente chaparra, morena, fea, queer o con sobrepeso, entre otras muchas cosas, y a los cuales siempre se les otorga el «felices para siempre»; y hasta Diario de una Pasión (The Notebook), uno de los grandes emblemas románticos del cine moderno, que visto a través de los ojos de Calle Amor deja en penosa evidencia la manera bobalicona de Allie de comportarse, frente a lo compuesto y estóico de Noah. Todo un hombre de su época, suficientemente encantador pero no demasiado rosa con una mujer que se comporta como chiquilla a sus pies.
Repleta de momentos hermosísimamente teatrales y coreografías tan vocales como oníricas, Calle Amor deja salir el chorro de agua de desagüe, y cuando menos nos damos cuenta, hemos dejado de hablar de esos romances de pantalla tan alejados de la experiencia real para clavarnos en temas más dolorosos: el white washing de la ficción mexicana, los métodos académicos destructivos para los estudiantes de actuación (y otras profesiones), el acoso sexual por parte de maestros y directores; el machismo en las historias que invizibilizan a la gente queer y la ilusión de la mujer como mero objeto de deseo descrito y perfilado por creadores hombres que ha permeado nuestra cultura desde tiempos antiquísimos, y se ha visto plasmado en clásicos del arte y la literatura, para terminar insertado en la cultura pop desde las Lolitas y hasta las Barbies.
La denuncia, claro, no es nueva, pero lo que hace especialmente poderosa a Calle Amor es la narrativa personal. Son 14 personas con historias propias que compartir, que no están hablando desde un genérico popular, pero desde su propia vulnerabilidad. Desde la actriz a la que le ofrecieron el papel siempre y cuando aflojara con el director y se fuera a tomar unas copitas con él, hasta el estudiante al que le dijeron que tenía que esforzarse más que otros por ser moreno, pasando por un colectivo entero de egresados de la ENAT que no pudieron presentar jamás su trabajo de titulación, sí por la pandemía, pero también porque su director fue acusado en el movimiento #MeToo.
Bellísimo momento en el que Rodrigo Virago, quizá de todos ellos el que más ha tenido la fortuna de poder construir una carrera, y que curiosamente ya interpretó precisamente Señorita Julia en el Milán, sale vestido con el mismo traje que usó en la película El Baile de los 41 para repetir uno de sus diálogos más homofóbicos, nacido de un histórico tristemente verdadero y pocas veces recordado, y un personaje real del porfiriato para verse rodeado de un aballasador aplauso por parte de la audiencia cuando acepta: «esa mamada de diálogo».
Calle Amor es caos controlado. Y en la absoluta adrenalina que se vive sobre el escenario hay pequeños detalles que se pierden y que podrían cuidarse más en nombre de mantener el entendimiento de la obra intacto. El diseño de sonido cae en lo estridente, y la velocidad a la que varios de los intérpretes hablan los lleva hacia una mala dicción y por tanto a que algunos de sus diálogos se pierdan entre lo amoflado de los micrófonos y la velocidad del discurso. Entiendo que el montaje requiere intensidad, y de pronto hay mucho grito, rugido, incluso, que nacen de la impotencia e historias personales que ya no pueden permanecer en silencio. Pero no deja de ser teatro para una audiencia y bajo esos términos la prioridad sí debería estar fija en lo comprensible.
Fuera de eso, la energía de la compañía es contagiosa. Sus figuras poderosas e inteligentes, cortesía de la dramaturga y directora, Laura Uribe. La iluminación y los distintos trazos con los que se conforma el diseño de producción, muchas veces montados al momento por los actores, brillante y poco azaroso. Todo tiene algo que decir, desde las luces de blogguero que hablan de la superioridad del muchos followers por encima del estudiado y talentoso, y hasta las peluquitas rosas que en algún momento usa el ensamble femenino que recuerdan a Alice de Closer bailando para hombres voyeuristas en un putero.
Es cierto que hay mucho que indemnizar. Nada contra Shakespeare, Ibsen, Strindberg o Chéjov, cuya pluma no se pone en duda, pero sí a favor de dejar atrás a la damisela castigada, como dirían en la obra, por tener «un oscuro deseo de emancipación». A favor de historias que nos representen a todes. De amores que se retraten con verdad. De directores y profesores con vocación real no hormonal. De que les niñes de hoy crezcan con ideas más reales de lo que es el mundo que los rodea, para poder mejorarlo, para poder enfrentarlo y no salir perdiendo. Calle Amor pudiera ser en parte panfletaria, porque no se salva de ser tan directa y estruendosa en su vociferar que a momentos el montaje es manifestación por encima de todo; pero aquí lo importante es que tiene huevos. No. Ovarios. Y muchos. Y eso es más valioso que cualquier otra cosa.
Calle Amor se presente en el Teatro del Bosque Julio Castillo viernes, sábados y domingos.