Un retrato familiar que hace de lo cotidiano algo especial en La Danza Que Sueña La Tortuga, un relato de Emilio Carballido que nos regresa a la Veracruz de los años 50, a una casa regida por el machismo de una época, y una comedia de enredos provocada por una leve sordera que transforma una plática cualquiera en una pedida de matrimonio que nunca lo fue.

El Teatro Orientación del CCB se transforma en una casa rústica mexicana. No sólo alude a ella, no. Se convierte enteramente en un viaje por el tiempo y la geografía mexicana hasta Córdoba, Veracruz, en la década de los 50. El detallazo es cortesía de Mauricio Ascencio y Ángel García, diseñadores de escenografía, que procuraron desde un lugar francamente arquitectónico no dejar rincón vacío en esta sala que no es sino reflejo de un México que conocemos y que transmite una personalidad muy única.

la Danza Que Sueña La Tortuga

Un México que en el resto de elementos de la obra, especialmente en el fascinante texto de Emilio Carballido, se ve aludido y celebrado durante toda La Danza Que Sueña La Tortuga. Una obra que finalmente se siente inequívocamente muy de aquí. Del lado izquierdo del escenario esta réplica de un hogar de provincia le abre espacio a un área que es la tiendita de abarrotes que las hermanas Rocío y Aminta manejan desde la comodidad de su casa. Es clarísimo, ésta es una familia como muchas. Y su historia es la de muchos y al mismo su anécdota les pertenece a ellos y sólo a ellos.

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Rocío y Aminta ya no son jóvenes. O bueno, no lo son para estándares de los 50 (Carballido escribió la Danza Que Sueña La Tortuga en 1955), hoy la vida se percibe distinto. Rocío tiene 36 y Aminta 46, y también bajo los ojos de esos tiempos, ya están para vestir santos. Viven solas pero bajo la protección de su hermano mayor, Víctor, al que llaman papá, un macho mexicano que decide sobre ellas en muchas cosas, incluyendo el si pueden o no adoptar a un niño. Aún cuando él está vuelto a casar con una mujer que podría tener la edad de su propio hijo. Él se mide bajo reglas distintas. Y aunque de corazón cariñoso, sus modos son incendiarios.

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En casa, Rocío y Aminta reciben la visita de su sobrino Carlos, un inesperado amante de la poesía que ahora reside en Ciudad de México como estudiante y que no podría ser más diferente que el retrógrada de su padre. Su hermana chiquita no hace más que aparecerse para llenarse la boca con dulces y abrazar a quien se le pare en su camino como si no los hubiera visto en años. Son una familia cotidiana. Con sus peculariedades, pues, pero nada que llame la atención de más. Y ojo, que ahí se esconde una de las grandes bellezas del texto, en la capacidad de hacer extraordinario con lo ordinario.

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Rocío está secretamente (y ni tan secretamente porque es muy obvia, aunque ella quizá no se de cuenta) enamorada del primo Beto. Un hombre prometido con otra fuera de Veracruz, con una madre dramera y culposa, imposible de tener complacida, que lo quiere ver casado con una mujer de bien…y de su edad. Beto y Rocío mantienen una gran relación de juego y confianza que pudiera -inconscientemente tal vez- tener ilusionada a Rocío. Y ella que sufre de sordera, durante una plática en la que Beto se queja amargamente de lo entrometida que es su mamá con su vida amorosa, acaba entendiendo que le está pidiendo matrimonio a ella. Y acepta.

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La confusión desata una comedia de enredos atípica, en la que Beto no quiere corregir a Rocío por miedo a lastimarla, Carlitos es el único que conoce la verdad y trata de aconsejar lo mejor que puede a Beto, pero no es sino un adolescente que no quiere salir embarrado en nada, Aminta se ilusiona con la posibilidad de irse a vivir a Ciudad de México con la pareja, Tina, la mamá de Beto, acaba siendo pintada como la villana del cuento simplemente por no entender qué ha pasado con aquel compromiso del que tanto hablaba su hijo, y Víctor, que es de cuidado, toma papel de perro rabioso y guardián cuando se entera que un Don Juan como Beto está pretendiendo a su hermanita.

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Emilio Carballido se ancla en el costumbrismo para desde ahí poder hacer una comedia crítica sobre los roles de género y el edadismo de su época. Una visión que sin necesidad de farsa pone en perspectiva el lugar de la mujer en la sociedad mexicana de hace poco más de sesenta años, donde ellas no tomaban realmente decisiones que no fueran respaldadas por la confianza de un hombe, no decidían sobre muchos aspectos de su vida, incluyendo su porvenir, mantenían labores hogareñas y aspiraban a una boda y a uno o varios embarazos como único camino a la realización personal. Sin contar, además, que los años para ellas anunciaban una fecha de caducidad que para el hombre no parecía llegar ni remotamente en condiciones similares.

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Nohemí Espinosa, directora, toma este relato que contiene un potente espejo social que se dibuja como comedia perspicaz e ingeniosa, y lo deja suceder manteniendo a tiempo el ritmo de los actores para poder atinar de manera ultra precisa a la frase que suelta la carcajada. Nunca intenta ser más inteligente que el texto mismo o sumar por encima de lo que ya está dispuesto hasta crecerlo hacia donde podría canibalizarse, pero entiende que lo divertido de La Danza Que Sueña La Tortuga está en lo dicho y en las coloridas personalidades de su variedad de personajes surrealistas y al mismo tiempo comunes.

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De modo que su trabajo es mantenerse medida y lo logra con un balance perfecto. La obra estalla porque cada frase que se dice, cada mirada incómoda, cada interacción es orgánica y cae en el instante preciso. La Danza Que Sueña La Tortuga no busca la bobería ni la risa fácil como meta primera. Es en realidad una anécdota con el fin de ser retrato, y ya si en medio de todo eso, la dinámica se presta para que conociendo a la familia y viendo reflejado el mundo que conocemos en ella, haya risas de reconocimiento, entonces qué belleza y qué mejor.

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Sonia Couoh y Carmen Mastache como las hermanas Rocío y Aminta son un gozo absoluto. Cargadas de simpatía no hay momento a su lado que no sea magnífico de alguna manera. Ya sea porque estamos en medio de una relación de absoluta complicidad, o porque estamos viendo a un par de tías dicharacheras que entendemos como mujeres que forman parte de nuestro contexto, o porque desde sus eternas sonrisas y risas explosivas siempre es claro que socialmente han quedado arrinconadas y es imposible no moverse con su ímpetu por salir adelante aún sabiendo que para una cierta mirada son el descarte. De un elenco genial, porque Erika de la Llave como Tina es un monstruo de mil cabezas para ovación de pie, son ellas dos el corazón del montaje y qué manera de palpitar más absoluta.

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Este año el teatro mexicano está celebrando los 100 años del natalicio de Emilio Carballido, sin duda un autor que desde los 25 años de edad ya marcaba un nuevo ritmo para los escenarios de teatro. Con este montaje de La Danza Que Sueña La Tortuga que envuelve de manera tan preciosa su trabajo es fácil entender por qué a un centenario de su nacimiento sigue y seguirá siendo punta de lanza si de contar historias que se claven en la memoria y peguen en el pecho se trata. Una obra que celebra al Carballido que fue y seguirá siendo. Porque mientras haya compañías que lo sigan tomando con tanto cariño y tanto entendimiento el autor no se va a ningún lado. Está vivo en nuestros teatros.

La Danza Que Sueña La Tortuga se presenta jueves, viernes, sábados y domingos en el Teatro Orientacion del CCB.