La nueva Dogville en el Helénico transporta el cruel universo de Lars Von Trier a los escenarios con un ambicioso montaje que, como la película de 2003, se mete a tus entrañas con un retrato de lo peor de la humanidad.

Arrogancia es la palabra clave. Arrogante el que se cree con el derecho de castigar, arrogante el que con un allure de superioridad obliga un pago a cambio de un favor, y más arrogante aún, el mártir que se considera por encima del sentimiento más humano de todos, el rencor.

Lars Von Trier retrató el lado más brutal, más animal de la sociedad con una obra maestra que no por nada lleva el nombre de Dogville (literalmente un pueblo de perros salvajes); una caja de petri de tan sólo 13 individuos atrapados entre las montañas que en cuanto se ven liberados de las restricciones sociales de educación y amabilidad para con el otro, dejan salir la crueldad de la que todo hombre es capaz cuando se siente parado un escalón arriba del de abajo.

Los productores Eloy Hernández y Miguel Cane, junto al director Fernando Canek tomaron la difícil tarea de llevar esta historia de la pantalla grande a los escenarios. Reto que, pese a que a simple vista pareciera sencillo tomando en cuenta que el mismo Lars Von Trier se recargó en las convenciones teatrales para su pieza cinematográfica, no lo es en absoluto. De entrada por el requisito de un cast mucho más grande al convencional para una obra de texto (18 en total), y en segunda por la necesidad de construir un completo pueblo en eterno movimiento sobre un escenario lejos de la magnitud de la enorme bodega donde se filmó la Dogville original.

Pese a eso, se le hizo frente al reto y la historia de la desgraciada Grace llegó al Teatro Helénico, descrita por sus creativos como «un siniestro cuento de hadas americano».

Huyendo de la mafia por entre las montañas, Grace llega al pueblo de Dogville. Una comunidad que apenas si se mantiene en pie, cultivando manzanas, puliendo vasos y sembrando grosellas. Los que en un comienzo parecieran los habitantes de cualquier pueblo poco educado y cerrado por costumbre, comienzan a mostrar sus verdaderos colores en cuanto Tom, el moralista literato del pueblo, los convence de adoptar a la foránea, rescatándola de sus persecutores, y pidiéndole a cambio sencillas tareas, como hacer de nana de vez en cuando y platicar con un solitario hombre que se está quedando ciego.

Poco a poco cada habitante de Dogville pasa de no necesitar la labor de Grace, pero pedirla por mera solidaridad, a esclavizarla salvajemente en cuanto comienzan a percibirla como parte de su propiedad; una extranjera que debe pagar por las atenciones que se le han dado, sin importar el sadismo implicado en la tarea.

La obra hace uso de un excelentísimo ensamble que recrea y encarna a estos lobos en piel de oveja, cada cual con su marca particular de crueldad, y cada uno tan repugnante para el final como el anterior. Actores como Pablo Perroni, Francisco de la Reguera y Luis Miguel Lombana se regodean creando personajes sumamente distintos de otros que les hemos visto antes, repletos de particularidades y grotescos en su actuar. Mientras las mujeres, Carmen Delgado, Mercedes Olea, Claudia Ramírez y Ana Kupfer se vuelven precisamente ese tipo de arpía de pueblo pequeño, cuyas acciones pueden resultar más violentas incluso que el golpe de un hombre. Y son gloriosos de presenciar.

Sin embargo, ahí donde el pueblo de Dogville triunfa y se vuelve uno de los valores más disfrutables de la obra, su protagonista, Ximena Romo, entrega una Grace muy poco a la altura de todo lo que le sucede a su alrededor. Construyendo mínimamente un personaje que se siente entablado y helado como tubo de metal; incapaz de transmitir ni miedo, ni angustia, ni coraje que dan ganas de despertar para que pueda seguirle el ritmo a los otros.

Sergio Bonilla, como el terrible Tom, a pesar de tener momentos francamente brillantes, construye, lejos del Paul Bettany de Von Trier un Tom más pusilánime que cabrón y pierde la garra con la que el personaje más maquiavélico, más cruel de todos, se presenta ante Grace como su único amigo y salvador, sólo para acabar clavando un puñal en su espalda.

Canek trabaja con su enorme ensamble para crear figuras y darle vida a un pueblo que en ningún momento para de moverse, y al que si se le pone atención en el fondo, se les ve con vida todo el tiempo, en eterno personaje sobre el escenario, manteniendo una rutina que enriquece mucho el montaje y te hace sentir en medio de las montañas. Claustrofóbico y amontonado a momentos, el espacio que el Helénico le brindó al director funciona como lanza de dos puntas, una que le permite hacer sentir a Grace sofocada en medio de un pueblo que pareciera jamás alejarse de ella, pero por otro lado, le impide mantener un trazo limpio que a momentos se entorpece de manera inevitable.

Dogville no promete un relato ligero y un momento de distracción, como jamás lo hizo la película del director danés, por el contrario, entrega una historia que se va desmenuzando durante prácticamente tres horas y que para el final se siente como un golpe en la boca del estómago. No por nada se dibuja como el siniestro cuento de hadas del que Canek y Cane están tan orgullosos, y es precisamente en esa crudeza que Dogville encuentra su mayor virtud: la de dejar todo al descubierto, arañazos y moretones incluidos, y no molestarse en esconderse detrás de convenciones.