Un inteligente espejo a las interacciones en el mundo digital, con el Mar Es Un Pixel, David Gaitán arma comedia en verso a partir de los peligros de la convivencia anónima, desinformada y algoritmizada del Internet con una sátira retro futurista enormemente cerebral con la que el dramaturgo vuelve a demostrar que su visión de nuestro mundo es única y crítica, y su capacidad de llevarla bellamente a escena es sensorial de todas las maneras posibles.
Hablar de la era digital desde un lugar de comedia filosa no es tarea fácil. Normalmente el tema acaba arrinconado en el género sci-fi a la Black Mirror donde la deshumanización es el peligro más latente, o en la infantilización de las historias donde los emojis y las apps cobran vida antromorfíca en retratos mucho más literales de nuestra convivencia constante con el Internet. Pero David Gaitán no toma ninguna de esas rutas en El Mar Es Un Pixel. Él nos transporta a una aldea, y sin necesidad de nombrar nada de forma estricta, pinta un perfecto y vergonzoso retrato de cómo las dinámicas sociales en la red son un campo minado de prejuicios, trolleos e injurias porque allá en la nube donde poco es comprobable engañar y manipular masas es el pan de cada día.

En esta aldea cuatro personas, El Anfitrión, La Emprendedora, La Inversora y El Mensajero, representativos de distintos perfiles que habitan el universo digital, sus formas y motivantes, esperan la llegada de «El juguete». Una tecnología de forma humanoide conectada a la red, capaz de solucionar tareas del día a día y amplificar mensajes que pueden ser de interés para toda la aldea. Una especie de inteligencia artificial que a momentos es sumamente Chat GPT, a otros tantos Grok, y en otras instancias engloba otros muchos algoritmos digitales que conocemos desde hace años y seguimos cayendo en sus trampas como novatos.

Cuando el nombre de la Emprendedora aparece en una lista en la puerta de la Iglesia, una lista que nadie sabe de qué trata, quién la puso, o qué representa ser parte de ella, la aldea pasa del desinterés, al amor y fanatismo hasta al odio intenso y rechazo violento con ella, conforme otros nombres se van sumando a la lista que los van movilizando desde la absoluta ceguera, si somos honestos, mientras las cuatro personas con el nuevo jueguete tratan de darle sentido a lo que está pasando, culpándose los unos a los otros y al juguete, por una dinámica que no muy les termina de hacer sentido ni saben cómo pueden realmente aprovechar… o sobrevivir.

David Gaitán no se la pone fácil. No sólo se involucra con un tema que abarca un franco exceso de espacios en nuestra comunión diaria y cuya crítica se puede leer como demasiado vista, reiterativa o anacrónica de pensamiento, pero encima busca levantar su espejo desde la comedia, y a eso le suma que decide escribirla en verso. El Mar Es Un Pixel es en toda medida un concepto peligrosamente ambicioso, y sin embargo, Gaitán entrega una pieza maestra, cierto, de humor cerebral y a la que hay que ponerle máxima atención para no perder detalle y significado, pero finalmente idealmente cocinada de cada una de sus orillas. Creativa, ingeniosa y cierta, muy cierta, sin necesidad de ningún tipo de literalidad.

Para la gente que somos excesivamente online, El Mar Es Un Pixel habla fuerte y claro de lo fracturadas de las construcciones digitales y lo que creemos saber de ellas. Conceptos como la capacidad del algoritmo de viralizar lo positivo y lo negativo, para en cuestión de instantes voltear la tortilla y desacreditar o glorificar personas de las que en realidad sabemos muy poco; la Inquisición de las redes sociales (de ahí que sea brillante que la lista aparezca en la puerta de una Iglesia) tan llenas de jueces detrás de cada perfil anónimo; la movilización de inversionistas y empresas oportunistas detrás del que ha sido levantado momentáneamente por la marea digital; el muy real miedo de tantísimos profesionistas, artistas y creadores a perder su trabajo ante una tecnología que puede hacer lo que ellos más rápido, más barato y menos discutido, o la falta de ética, valores y lealtades de una tecnología que les sirve a todos por igual, y ahí donde puede permitir el posteo de banderas de paz, también lo hace con banderas nazis. Todo es aterradoramente cierto. Y de todo, Gaitán encuentra la manera de hablar desde el concepto de su «juguete».

Ahí donde otros hubieran encontrado obvio hacer de este montaje una excesiva demostración tecnológica, quizá con pantallas y un más clásico look a lo que entendemos por futurismo, David Gaitán nuevamente da una vuelta por su propio camino y más bien se va a la estética del pasado para hablar de lo que es y lo que viene. Aún cuando su juguete no deja de estar inspirado en una cierta idea cibernética, el visual tiene mucho de anime, mucho de muñeca, y su conexión para amplificar sucede a partir de cables y teléfonos de disco. Es representativo de la llegada tecnológica ante hombres aún ingenuos y poco amañados. Un poco como los monos de Kubrick alrededor del monolito en 2001: A Space Odyssey. El de El Mar Es Un Pixel no es un mundo desensibilizado a lo novedoso.

Y, claro, más allá de que el mensaje de la obra esté -en efecto- amplificado, y sea lo más pertinente de la puesta, el montaje mismo no deja de estar perfectamente cuidado y repleto de detalles bellos. La escenografía de Mario Marín Del Río formada a partir de telones de cortinas coloridas que se mueven de manera independiente y van creando una serie de espacios como bloques se suma a la idea de lo que vemos y no vemos, como el truco en el sombrero del mago. Y la paleta con la que trabaja da alegría a la pupila. Que quede claro, El Mar Es Un Pixel no es un relato sombrío y apocalíptico como muchos otros de su especie, Gaitán demuestra que se puede ser distópico y radiante al mismo tiempo.

Mario Marín del Río también a cargo del vestuario, que en efecto se nota armoniosamente cohesivo con el diseño escenográfico, de verdad logra algo muy especial con el juguete. Tiene algo de las Lolitas del cosplay japonés que hace mucho sentido con la noción de que ella está ahí para servir al amo que sea… para hacerlos felices, como lo pone ella. Pero también está llena de botoncitos blancos, como los marcadores del motion capture, que también transmiten la idea de algo que está jugando a que es humano sin serlo. La sombra de algo humano. La copia a partir de lo humano. Y Michelle Betancourt en sus cables participa de lo mismo. No es en absoluto robótica, sino más bien infantilizada. Y aún cuando es claro que su naturaleza es distinta a la del resto, se permite tener caprichos humanos. Es un personaje tentador.

Claro que Gaitán se arma de un elenco fuerte que además transita airoso el complicado pero intrigante texto en verso que tiene para ellos, que no deja de requerir un ritmo especial. Verónica Bravo como la emprendedora consigue hacer que todo se sienta nuevo. La eterna sorpresa ante la forma en la que sus cartas van cambiando de cara continuamente. Entrega un personaje deseoso y desesperado, frecuentemente obligado a aceptar una nueva posición social y todo el tiempo transmite esa incertidumbre. Y Emmanuel Lapin nos representa a muchísimos como el único entre los cuatro que se niega a caer en las garras de una intelifencia que puede suplantarlo. Y cuando la enfrenta da gusto todo lo que tiene que decirle con un cierto aire de superioridad moral (a mi gusto, ganado) sobre la incapacidad de una tecnología sin compás de realmente saber hacer lo correcto.

Ahí donde el relato nunca pierde fuerza donde está, David Gaitán nos regala un epílogo para su final, un apéndice igualmente contundente, fuera del estilo que hasta ese momento mantenía El Mar Es Un Pixel, pero igualmente emocionante , perfecto en sus símbolos y con un nuevo mensaje sobre la huella digital y la capacidad del algoritmo para seguirnos y encontrarnos donde ante la vista de otros creemos poder ocultarnos.
En una trayectoria de trabajos fuertes y maduros, El Mar Es Un Pixel es posiblemente uno de los conceptos más magníficos que David Gaitán le ha traído a nuestro teatro. Y sí es decir mucho. El mero juego con sutilezas es para estar maravillado. En algún punto el odio hacia la gente en la lista empieza a ser tanto que la aldea deja de hablar en verso. ¿Y hay algo más cierto que eso? ¿La forma en la que algunas redes, el impulso social en masa nos obliga y orilla a volvernos ordinarios, a hablar en un lenguaje vulgar? ¿A perder y ocultar palabras por tendencia en una actualidad donde hay que decir «desvivir» para no ser ocultos por un algoritmo al que simple y sencillamente no le gusta la palabra «matar»? La pertinencia de esta obra es suficiente para ser un golpe seco. Pero por si fuera foco, ahí donde su autor trabajó con tanta perspicacia el fondo, la forma nunca se queda atrás. Y no de cualquier obra de puede decir lo mismo.






