El nuevo montaje non-replica de El Fantasma De La Ópera hace del musical de Andrew Lloyd Webber inmersión de notas góticas y momentos de verdadera magia espectral en una puesta que no intenta copiar lo que se ha hecho antes con el Fantasma, pero que entiende que -en efecto- es una obra de sorpresas, y nos transporta a una ópera parisina dominada por la ilusión de un ángel de la música que suena haciendo eco por todos los rincones del teatro.
Ésta no es la Fantasma de la Ópera (Phantom of the Opera) que conoces, y eso es importante dejarlo en claro. Atrás quedó la producción de Cameron Mackintosh y la dirección de Harold Prince que hace quince años pisó suelo mexicano y que aún se puede ver en Londres (ya de los pocos lugares donde continúa). La Fantasma de la Ópera que arranca temporada en el Teatro de los Insurgentes es una puesta non-replica. La visión de Federico Bellone de la adaptación de Lloyd Webber de la novela gótica por exelencia de Gaston Leroux.

Este montaje en particular se estrenó en 2023 en Italia, en Trieste y Milán, antes de llegar ese mismo año a la Gran Vía en Madrid. Y ahora es el que hace su mudanza a México con una propuesta que nada tiene que ver con la fastuosidad de su predecesora, pero que intenta a través de cuadros que parecen pintados a mano, emular la sensación de la ópera parisina de finales de 1800 que es más cercana a cómo se habría vivido en el Palais Garnier de la época. Inicialmente con un enorme giratorio, que es por sí mismo otro personaje más en el musical, que nos permite acceder al edificio de aquella ópera como si pudiéramos verlo de todos los ángulos.

El libreto de Andrew Lloyd Webber, por supuesto, sigue siendo exactamente el mismo, así como todo el score con la música del mismo Webber y letras de Charles Hart, traducido al español por Álvaro Cerviño que por momentos batalla por encontrar la métrica y rima adecuada, en una pieza que va cantada básicamente en su enteridad. Es el musical que conocemos con una nueva vestidura. Luego de que Monsieur Fermin y Monsieur André toman posesión del Palais Garnier como sus nuevos directores, se enteran de que el lugar está dominado por la presencia de un Fantasma que tiene reglas muy claras para ellos sobre amenaza que de no ser cumplidas habría consecuencias.
Para Christine Daaé, el espectro no es un fantasma, pero su «Ángel de la Música», una especie de figura paternal, un maestro que ella escucha pero no ve, que la ha inducido al canto y la tiene entre hipnotizada y engañada, y que está decidido a hacer de ella una estrella, quitando de en medio a quién tenga que quitar. Y eso incluye a la Carlotta, la usual protagonista de la ópera, y más importante aún al Visconde Raoul de Chagny, quien comienza un romance con Christine tras un reencuentro de años, y que pone en peligro los planes del Fantasma de tenerla para sí mismo.

Federico Bellone dirige la puesta buscando el visual preciosista, pero en hacerlo vuelve frías las interacciones. Momentos muy bellos donde se conjugan coreografía, con el uso del aparato escénico y siluetas de luz muy puntuales, se encuentran con un trabajo actoral distante y poco comunicativo, dando como resultado un musical suave para la pupila, pero poco pasional en su entramado. Que para una obra sobre obsesión, celos, miedo y grooming que pide a gritos locura, coraje y un reaccionar menos medido, Bellone elige mantener sus manos limpias y su escena pristina, viéndose hermosa, pero inerte.
No con esto quiero decir que la puesta no encuentre maneras de apantallar y acelerar el corazón, pero sí que el triángulo amoroso entre Christine, Raoul y el Fantasma pierde intensidad entre miradas que no se encuentran y momentos de parálisis viendo a la distancia, perfectos para una pintura pero menos emotivos de lo que Phantom Of The Opera permite. Sin embargo, los respiros de comedia en personajes como Carlotta, Piangi, Fermin y André adquieren una movilidad distinta y caen todos en su lugar, permitidos en gran medida por el trabajo magnífico de actores como Cristina Nakad, Jonathan Rubén, Andres Pichardo y Beto Torres que ofrecen ritmo, diversión y risas como grandes acentos de un musical que de otra manera se toma muy en serio a sí mismo.

Todo el número de «Il Muto» con el que el Fantasma deja muy claro que no está jugando, luego de dejar sin voz a la Prima Donna y hacer un ejemplo de Joseph Buquet, un tramoyista, que inicia desde un lugar de color y total irreverencia, resulta uno de los más llamativos, quizá por su misma capacidad de transitar de la comedia al horror de manera mucho más dinámica y suelta. Pero Bellone se guarda otros momentos de sincero espectáculo. El final del primer acto, famoso por la caída de un candelabro, se vuelve una escena de impacto sin necesidad de tantísima parafernalia. Un cierre que no puede durar sino segundos quizá, que Federico Bellone entiende como icónico para la obra, y se toma muy en serio el que sea una sorpresa. Un verdadero as bajo la manga que sólo digamos, para las primeras filas pegadas a proscenio puede ser…caluroso.

Truquitos teatrales que se leen como magia terminan por darle al Fantasma su capacidad «sobrenatural», que él mismo se ha dedicado a fortalecer a partir de su ingenio como ingeniero e inventor. Y que nuevamente Bellone trabaja como sus medidos acercamientos a la espectacularidad. Los entrega sólo en momentos clave, pero se asegura de que el público no los vea venir. Y hay algo muy inteligente en eso. Aún si para el final, uno de los trucos más intrigantes se usa a destiempo con un Raoul batallando por su vida, pero provocando risas de confusión entre la audiencia, no porque el visual no sea ideal -lo es- pero porque rompe con la convención meramente por no suceder en el momento preciso.
La escenografía, que es el fuerte de Bellone, es finalmente donde al director se le nota entregado por completo. No sólo el fantástico giratorio que da vida a la puesta entera, pero el adecuado uso de telones pintados a mano, muy de la ópera, my ad hoc con qué es Phantom of the Opera y dónde está sucediendo, y la creación de instantes de ensueño. Pienso instantáneamente en Christine Daaé caminando al cementerio para visitar la tumba de su padre, encapuchada en color blanco para que no se nos olvide que es nuestra ingenue, mientras atrás la ópera se devasta en discusión, pintada en color azul y perdiendo velocidad. Un cuadro de premio.

Sin embargo, la iluminación de Valerio Tiberi, a pesar de que está medida con pinceladas, y se nota en su concepción pensada para acompañar de manera ideal estos encuadres donde lo hermoso es prioridad, no deja de permanecer durante gran parte de la obra en penumbras. No por diseño, por mera intensidad. Y dificulta el que el público, especialmente en filas traseras, pueda realmente ver en su enteridad lo que está sucediendo en escena, y más importante aún, entienda los detalles en la interpretación de los actores, que finalmente trabajan no sólo con su voz y su cuerpo, pero a partir de gesticulación. Y esa finura se pierde en nombre de la atmósfera, y no estoy seguro que el sacrificio sea equilibrado.

Decisión que afecta principalmente a Lina de la Peña, nuestra Christine Daaé, que de voz dulce y perfecta para el personaje, continuamente se ve engullida por la oscuridad para acabar perdiendo matices. Es bellísimo escucharla. Sería igual de hermoso que su acting estuviera tan a la vista de todos como su capacidad de enamorar en baladas, o conmover, principalmente al momento de interpretar «Sueño tanto con volverte a ver» (Wishing You Were Somehow Here Again). Porque sí, aunque es verdad que el personaje de Christine, desde génesis por Lloyd Webber, está ahí para la mirada masculina y más reactiva que activa, a Lina de la Peña se le nota un corazón tierno al momento de darle vida, que con una dirección más suelta podría transformar en entera emotividad.

Edward Salles como el Fantasma se maneja mucho mejor en penumbra, entendiendo que de cualquier forma y teniendo una máscara que le oculta gran parte de la cara, su voz tiene que hablar por él en todo momento, busca transmitir una variedad de emociones con su canto, desde la fiereza y hasta el dolor, que en ningún momento es más claro y más hiriente que cuando interpreta los reprises de «No pido nada más» (That’s all I ask for you). Aún si es verdad que en la construcción de su personaje y -quizá- nuevamente por dirección hay un arrebato pasional y ciertamente sensual que termina diluido.
Y es ahí donde Luis Anduaga como Raoul se vuelve pieza medular. Encuentra en un personaje que Lloyd Webber escribe como un enamorado empedernido, eterno romántico, mucha garra, fuerza y la pasión que a momentos está perdida en otros lugares. Y con una voz aterciopelada que suena fantástico en las baladas de Phantom, como pasar la mano por sábanas de seda, y parado con mucha entereza en ese escenario se hace de un punto focal que, junto a la Carlotta de Cristina Nakad, es imposible dejar de ver y disfrutar en cada pequeña sutileza. Dos de los elementos más fuertes de una puesta que -no quiero que se malentienda- está repleta de talento por doquier.

Uno no puede ir al Fantasma de la Ópera a extrañar lo que no es y ya no será en muchísimas partes del mundo. Es un ejercicio futil. El montaje en el Teatro de los Insurgentes tiene un concepto muy claro y una personalidad propia que no se puede simplemente desestimar. Es artística desde muchos lugares, y ha elegido a un elenco que la hace brillar, incluso en lo estático. La orquesta del maestro Isaac Saúl suena potente, la escena se maquilla como un óleo, el score de Lloyd Webber es y seguirá siendo uno de los más memorables y vibrantes del teatro musical. El Fantasma de la Ópera es grande. No puede no serlo. Y esta nueva puesta lo que nos recuerda es precisamente eso, que a una historia provocadora y un score legendario se le pueden seguir encontrando formas y visiones. ¿Porque qué es el arte si no algo que a cada quién le toca interpretar y convocar a su manera?








