A pesar de que el director convierte Paisajes Eléctricos en un baile futurista impecable e impactante, el texto de Gibrán Portela y Penélope Alfeirán no termina de dibujar más que un relato unidimensional demasiado predecible para lograr ser emocionante.

En una base espacial, lejos muy lejos del Planeta Tierra, una jardinera en silla de ruedas y un cartero anhelan con conocer y habitar la Tierra que se imaginan como el lugar perfecto para formar una familia, lejos de los cuartos fríos y de metal que les ofrece su actual casa, una especie de satélite que orbita el universo y que carga en su interior a las últimas generaciones de seres humanos que han sobrevivido a un apocalipsis que tiempo atrás mandó a las personas a buscar refugio lejos de su planeta.

Las cosas comienzan a ponerse misteriosas cuando en los sectores de la base espacial la gente comienza a desaparecer con la promesa de ser devuelta al Planeta Tierra, esfumándose sin dejar rastro, a excepción de una que otra carta audiovisual en la que pintan la Tierra como un lugar francamente mágico y surrealista completamente ajeno al que conocemos.

Segura de que en la Tierra encontrará la manera de recuperar la movilidad de sus piernas ella se apunta a hacer el viaje, dejándolo a él solo, y encontrándose con un secreto que jamás se hubiera esperado.

La premisa de Paisajes Eléctricos suena al sci-fi casi de anime que tristemente ha sido contado anteriormente en muchísimas historias futuristas distopianas desde el clásico Soylent Green, hasta The Island, o el mucho mejor y más sorprendemente relatado The Promised Neverland (que pueden ver en Netflix). Razón por la cual resulta difícil sorprenderse conforme Gibrán y Penélope comienzan a acercarnos al final de la historia.

Pero más allá del factor predecible, es el hecho de que el texto resulta sumamente monótono y no nos permite realmente conocer a sus dos personajes protagónicos más allá de la superficie, lo que convierte a Paisajes Eléctricos en una obra plana, unidimensional y finalmente poco intrigante.

No por ello le estamos llamando una absulta pérdida de tiempo. Sixto Castro Santillán (el nuevo director en la mira del Aquelarre después de Shopping & Fucking) aprovecha lo magro de la historia para rellenar los espacios con hermosas coreografías y crear con la corporalidad de sus actores, la creatividad de Óscar Sergio Serrano (coreógrafo) y el trabajo de iluminación un espectáculo futurista que conmueve más que las palabras que el cartero y la jardinera no terminan por decirse.

Sixto utiliza a su pequeño elenco como marionetas, moviéndolos a veces de forma robótica para enfatizar lo monótono y automatizado de la vida en el espacio, y otras en un ballet de nieve a través del cual conocemos más del amor que se tienen estos dos personajes, de los cuales sabemos tan poco. Creando francas fantasías muy memorables.

Tania Noriega y Eduardo Córdoba hacen lo propio dejándose llevar por esta ajetreada dirección de trazos complejos y crean figuras maravillosas, trabajando con lo poco que les da el texto para rescatar personajes entrañables si no bien inevitablemente secos.

Mientras la iluminación pinta de colores estelares cada escena, utilizando hasta una bola disco para dar la sensación de estrellas, y se convierte en un personaje más del montaje, la escenografía falla catastróficamente no sólo al notarse desprolija, pero al estar básicamente basada en la imagen de un Planeta Tierra que se percibe desde un marco que asemeja una ventana que finalmente resulta absolutamente incoherente con la trama de la historia. Un pequeño detalle que es imposible dejar pasar por alto.

Al final, Sixto Castro Santillán vuelve a demostrar que su estilo es un estallido que incluso con los textos más simples se va a escuchar rugir. Y para Caracoles Teatro si bien no es el mejor montaje en su haber no deja de ser un relato de proporciones espaciales que puede disfrutar una audiencia de cualquier edad.

Paisajes Eléctricos se presenta en el Foro La Gruta todos los viernes a las 8pm hasta el 15 de octubre.