Concebida originalmente como un monólogo, El Niño Salvaje en manos de Marcela Castillo se transforma en un oscuro dúo que nos transporta al encuentro de dos personajes solos y defensivos, cada uno a su forma, que de manera azarosa se conocen y complementan fugazmente para descubrir que el sistema está podrido y defectuoso ante la gente más necesitada de una mano para ponerse en pie.

Un hombre se encuentra con un niño salvaje en la calle. Nadie parece saber de dónde salió y en general la gente le tiene miedo. El niño se muerde a sí mismo y gruñe como animal, y mientras las personas en la plaza le huyen, incluyendo los acompañantes del hombre que prefieren meterse a un restaurante que permanecer en la incomodidad, sólo él queda enganchando a la preocupación, buscando la manera de darle solución a lo que otros parecen tratar como un escándalo a lo más, a lo menos un estorbo.

El Niño Salvaje

Es quizá que el hombre ve algo de él mismo en la criatura. Después de todo en su narración continuamente confiesa «me puse como una fiera», aludiendo a que tiene un lado salvaje y bestial, que demuestra desde una primera voz que relata el entero de la historia desde el coraje, la desesperación, la frustración. Como fuera, el hombre se sienta al lado del niño salvaje para descubrir que es, de hecho, una niña, y se queda ahí para esperar la llegada de las autoridades. Sin saber cómo más reaccionar.

El Niño Salvaje

Ante la poca ayuda de servicios sociales, el hombre en un acto impulsivo se propone a cuidar a la niña y termina por convertirse en su hogar temporal. Un hombre solitario que jamás ha tenido un hijo propio encuentra en este ser que no puede ni siquiera sentarse a la mesa y encima de todo sufre de epilepsia, algo cercano a una familia propia. Ahí donde no parece tener cariño por ninguna otra cosa, el hombre baja sus defensas frente al «niño salvaje» y ella a su vez se vuelve dócil a su lado.

Pero su compañía se ve cortada por las leyes del civismo, reglas que le impiden quedarse con ella, aún cuando su situación es precaria, y los distancian de manera cruel, priorizando el deber ser y aislándola hacia donde él ya no puede protegerla.

El Niño Salvaje

La autora belga Celine Delbecq lo escribió a él como único narrador. Un hombre enrabiado, a momentos con ganas de tirar la toalla y dejar de contar la historia que aún lo oprime dolorsamente, que pareciera atestiguar frente a un juzgado, su público, él conociendo el desenlace del encuentro que para nosotros permanece oculto hasta el final. Pero la directora Marcela Castillo agrega a su niño salvaje. Una sombra que diambula por el espacio escénico jamás en el mismo tiempo y espacio que el hombre, permeándolo todo.

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El resultado es espectral y la actriz Meraqui Pradis aprovecha esta permanencia para complementar el monólogo con gruñidos y balbuceos, una mezcla entre lo neurodiverso y lo silvestre, en una coreografía que jamás es el foco de la puesta, pero uno no puede dejar de ver con el rabillo del ojo. Como algo inhumano sucediendo al fondo. Una compulsión ilusoria.

Miguel Romero, sin embargo, es el dueño de la audiencia. Desde que se aparece espumea por la boca, entra ardiendo y en la cima, sin esperar ningún tipo de in crescendo. Él quiere ser escuchado y lo comanda. Y tiene un poder melancólico y desgarrador que asoma por debajo del enojo con el que es fácil conectar. Uno quiere oír su historia, a pesar de que él es osco, sabemos de algún modo que su coraje es fundamentado y estamos listos para escuchar lo que tiene que decir. Es un actor intenso, como el monólogo requiere, y a pesar de un semblante duro como pared, contagioso en su desesperación.

El Niño Salvaje

El espacio que representa su casa, desmontable, destruible, habla de lo quebrantable. Todo en su lugar es efímero y reducido, como aquello que pondrías en donde no pretendes permanecer mucho tiempo. Un colchón sin cama o cabecera, una mera rejilla en lugar de un armario, un hogar temporal que no tiene futuro y su presente es pobre. Hombre y niña están destinados a fracasar en su creación rota de una familia. El proceso ante la aparición de un niño salvaje está construido en apariencia para rescatar, pero en una sociedad donde la podredumbre jamás será prioridad se convierte en pensamiento póstumo.

El Niño Salvaje

Es una lástima que El Niño Salvaje no hubiera podido tener una larga temporada en el CCB. Como el hombre que exhibe, la obra apenas comienza a conseguir momentum cuando se le acaba el tiempo. Atrapada en un modelo de funciones de fin de semana que la compacta a meras semanas en cartelera, es triste pensar que un montaje potente como éste no podrá llegar a más público (por ahora). Salvaje es gran palabra para describirla, temperamental y colérica, si en algún punto regresa a los escenarios, El Niño Salvaje se debe de ver.

El Niño Salvaje cerró temporada en el Teatro el Granero del CCB.