Christopher Robin es ese viaje de nostalgia que tu corazón andaba necesitando. Una enternecedora y mágica comedia que se siente como un abrazo a nuestro niño interno y que podríamos ver mil veces.

No hay manera de no sonreír con Christopher Robin. La película que hace por Winnie the Pooh lo que otras como Hook o Saving Mr. Banks han hecho por Peter Pan o Mary Poppins, nos lleva a extender el universo del Hundred Acre Wood para llevarlo a las calles de Londres donde, muy fácilmente pudiera haber perdido su esencia, pero en lugar de eso, logra permear con la inocencia de Pooh y el resto de los personajes de Alan Alexander Milne cada cuadro, diálogo y momento de sabiduría extrema.

Ewan McGregor es un Christoper Robin adulto, uno que de joven se vio obligado a despedirse de sus amigos fantásticos de la infancia en el Hundred Acre Wood al tenerse que transferir a un internado para comenzar con el perfeccionamiento de una vida adulta que, como la de muchos, dentro y fuera de la película, está guiada por la instrucción de jamás parar de trabajar por tus sueños, antes de detenerte para disfrutarlos.

Justo cuando su esposa e hija pequeña están por tirar la toalla con el hombre que antepone sus obligaciones laborales por encima de su familia, Winnie Pooh se aparece en Londres, para el shock inicial del Christopher Robin adulto -sin tener idea de cómo llegó ahí, pero sabiendo que su presencia es importante- y llevándolo, inicialmente, a un torbellino de desesperación e impaciencia, que se va convirtiendo poco a poco en un abrir de ojos a la persona que solía ser y tenía olvidada.

La película, claro, se llena del resto de los personajes que desde niños estamos programados a amar: Tigger, Eeyore, Piglet, Owl, Roo, Kanga y Rabbit; pero no sólo se conforma con mostrárnoslos en su versión plush toy de CGI (sumamente memorable y bien lograda, por cierto), pero verdaderamente los hace cobrar vida con guiños para los que siguen la historia de Pooh desde que se quedaba atorado en troncos de árbol por tratar de conseguir miel.

El episodio de la ventisca, los Huffalumps y Woozles, las clases de flexibilidad por Pooh, el globo rojo, la cola desprendible y hasta la canción de Tigger, todos estos detallitos adornan la historia como esferas; recuerdos de un Winnie the Pooh que alguna vez conocimos y que Christopher Robin se empeña en demostrarnos que no ha cambiado nadita.

Pero encima de todo, son las personalidades tan únicas y coloridas de Pooh y sus amigos lo que hacen de la historia una entrañable. Eeyore, con su eterno vaso medio vacío, Piglet en constante temor o Tigger con una absoluta ignorancia por las consencuencias son hermosos en su imperfección, y al centro de todo, Pooh, que a momentos pudiera parecer tan complicado de manejar como un niño chiquito, suelta una y otra vez pedazos de una filosofía tan sencilla, pero tan poderosa, que es imposible no sentirte aludido cuando habla (un poco sin querer) de disfrutar del ahora, de atender a los momentos nimios, de priorizar lo verdaderamente importante, de no forzar lo que debería de llegar naturalmente, de no permitir que nuestro yo adulto se olvide que alguna vez fue niño, y de aceptar a tus amigos, como son y sin querer cambiarlos, porque lo ideal no le pertenece a nadie.

Christopher Robin es el live action del que tantas adaptaciones de caricaturas y series de nostalgia deberían de aprender; uno que fue capaz de darle nueva vida a un personaje que lleva existiendo 90 años en nuestra cultura, manteniendo su esencia para los que la conocen y aman, y conjugándolo todo en una historia redonda, si bien formuláica, que te saca risas, lágrimas y un voltearte a ver con tu compañero de butaca como queriendo decir, «yo sé que tú también te acuerdas de esto», y recibir de regreso la mirada y sonrisa que lo confirman.