La puesta que se disfruta más como una especie de experiencia envolvente que una obra de teatro per se presenta un dilema que te hará reflexionar por horas, pero fuera de su caracter filosófico, deja mucho que desear.

Terror no es la típica obra de teatro. De hecho, desde que llegas al Helénico y ves manifestantes con pancartas que leen «¡Asesino!» en la banqueta, para pasar al lobby del teatro donde hay hombres vestidos de policía esperándote, es claro que la obra se desenvuelve mejor en el ámbito de «experiencia teatral» que en cualquier rubro clásico y explorado.

Terror se vuelve entonces un evento inmersivo en el que, como público, somos audiencia y jurado en un juicio que se lleva a cabo, literal como lo has visto en las películas: con un juez, un acusado, un abogado fiscal, otro defensor y un par de testigos. Sin un arco narrativo del cual platicar ni una historia que se vaya desenolviendo poco a poco, pero una serie de testimonios, documentos y alegatos que se presentan de manera imparcial (imparcial tomando en cuenta que todos los posibles ángulos de la ética y lo legal están cubiertos) para recontar lo sucedido en suelo (¿o deberíamos decir cielo?) Alemán y que tiene al soldado Lars Koch encadenado bajo la posibilidad de acabar en prisión.

Lars Koch (Juan Pablo Gil) tomó la decisión individual y, haciendo caso omiso de las órdenes de sus superiores, disparó y desplomó del aire un avión con 164 pasajeros a bordo, entre ellos dos niños, en un intento por rescatar a 70 mil personas en un estadio, que eran blanco de un ataque terrorista del que dicho avión iba a ser el arma principal. A Koch se le acusa de asesino por no haberle dado a los pasajeros del avión la posibilidad de tomar las riendas de la situación (aparentemente estaban cerca de poder entrar a la cabina de pilotos y aprehender al terrorista) y de tomar bajo sus propias manos lo que la ley tiene prohibido pese a que sus intenciones fueran nobles.

Mucho que reflexionar al respecto. Terror es de estas obras que provocan que salgas del teatro y tengas francas discusiones con tus acompañantes respecto a la inocencia o culpabilidad de Koch. Y en ese sentido, la obra del aplaudido Ferdinand Von Schirach -que ha sido un éxito en tantos países- cumple perfecto su cometido y se clava en tu cabeza con este dilema kantiano cuyo resolución es, al final, tan futil como la filosofía misma, en el sentido de que no tiene respuesta correcta o incorrecta, pero de acuerdo a las personalidades jala hacia ciertos principios particulares.

El guión es enteramente aplaudible y analizarlo te hace entender el por qué Ferdinand Von Schirach ha recibido tanto aplauso con Terror. Lo que queda fuera de las manos de Von Schirach es la dirección tomada por Antonio Vega para la puesta en México. Una que se siente arrítmica, dispareja y densa y que, inevitablemente, provoca que uno aprecie mucho más el trabajo de Antonio como actor (aparece como uno de los testigos) que en la batuta del director.

Actores como Ana Graham (la fiscal), Belén Aguilar (la viuda testigo) y Alejandro Morales (el abogado defensor) si bien montan un espectáculo y al hacerlo pierden la naturalidad que una obra inmersiva requeriría para hacerte sentir parte de un evento verídico, presentan personajes sólidos, contundentes e incluso monólogos que provocan quererse parar del asiento y aplaudirles al instante; pero Sergio Zurita, en el papel del juez, otorga un personaje absolutamente ridículo para la premisa, caricaturizado al extremo de parecer personaje de serie infantil, fársico de manera poco orgánica y peor aún, desconexo y desconcentrado. Un actor que durante toda la obra se dedica a perder la línea de sus diálogos, interrumpir a sus compañeros y vomitar discursos sin siquiera hacer el intento de reaccionar ante las acciones y disposiciones de sus compañeros a los que deja solos para batallar en el escenario.

La dirección se dibuja tan poco estable que incluso en el apellido de Lars Koch (pronunciado Koj en alemán), la mitad de los actores en escena lo pronuncia como Kosh, para dejar a los demás mencionarlo como Koch, y en ningún momento el director parece interesado en compaginarlos. Como tampoco parece siquiera intentarlo con el resto de la obra. Monólogos muppet en la voz e Sergio Zurita conviven con los callados e interiorizados momentos de Belén Aguilar, y cada cosa pareciera pertenecer a un montaje diferente.

Y el momento de la votación, en el que la fantasía de transformación del público en jurado finalmente se vuelve realidad, se le sale tanto de control a la producción que la audiencia pasa de ser sí jurado, a nuevamente espectador, a peor aún, persona impaciente en lo que se dedica a observar los minutos pasar en lo que los actores en el escenario hacen el conteo sin siquiera preocuparse por mantener sus personajes, a alguien que ya está pensando en a dónde va a cenar saliendo de función, para luego batallar de regreso a su posición de espectador cuando después de minutos, el escenario retoma la ficción y te pide a ti que hagas lo mismo. Lejos del proceso de votación de, digamos, Bule Bule donde el público jamás pierde momentum porque nunca ve el escenario destranformarse para recibir su decisión.

Al final, Terror es una experiencia que se percibe interesante, novedosa y digna de reflexión, convertida a momentos en un espectáculo denso, cansado, repetitivo y, sí, poco a la altura del guión de Von Schirach, del que sales diciendo, porque me tocó escucharlo ya de muchos, «que padre, pero ojalá tuviera otros actores». Quédate con la filosofía, olvídate del circo.